
A veces se nos trata de locos a todos aquellos que vivimos en el extranjero. De hecho, muchos de nosotros, como me contaba Joaquín hace una semana, sentimos que no estamos muy bien de la cabeza porque echamos de menos nuestra tierra pero cuando regresamos sentimos tristeza por lo que hemos dejado atrás. “Quién nos entiende” exclamaba.
Pues yo sí entiendo a personas como Joaquín porque a mí me pasa constantemente. Hace apenas unas semanas me encontré con mi amiga Andrea, la compañera de Happy Hours en Doha. Ambas coincidimos en que echábamos de menos nuestra vida en Qatar a pesar del trago que pasamos. Y es que recordamos lo allí vivido como algo único: compartir experiencias en un territorio tan hostil te une, y el grupo que formamos para nuestras actividades sociales o desahogos varios hizo del dicho “la unión hace la fuerza” una verdad en mayúsculas. Entonces, no es que esté mal de la cabeza por recordar con melancolía mi vida en Qatar como pensaba mi marido, lo que echo de menos es lo que vivimos allí, no el lugar.

Mi marido aún me recuerda cómo de enamorada estaba yo de mi vida en Nueva Zelanda. Por mis 40 me regaló una escapa a la “vecina” Sydney. La sorpresa fue que de repente sentí cuán provinciana me parecía Auckland al compararla con la mega ciudad australiana. Aún se ríe de mí recriminándome que en el aeropuerto australiano no parara de decir que quería quedarme a vivir allá, que la ciudad kiwi era aburrida y con un clima horrible, siempre con viento y lluvia. Por supuesto, nada más regresar a Nueva Zelanda volví a pensar que era el mejor lugar del mundo para vivir. Aunque algo ayudó el equipo de los All Blacks comparado con el Springbok, dónde va a parar.

Y así en todos los lugares en los que aterrizo. Sin ir más lejos, hace una semana. Estaba yo tan ricamente paseando por las calles de Madrid, tomándome las mejores croquetas de bacalao que haya comido nunca en el Bar Labra, con las compras en una mano, el bolso en el hombro, y con la otra mano alternando mordisco de croqueta/sorbo de cerveza ante la atenta mirada del camarero. En ese momento supe que mi destino era acabar viviendo en Madrid. Estaba disfrutando de unas semanas de formación, conociendo gente que está en mi misma onda, reencontrándome con viejas amistades, descubriendo cada rincón de una ciudad que estaba viendo con nuevos ojos. Tres semanas pisando asfalto y a la pregunta “tendrás ganas de volver a tu casa” sólo se me ocurría responder “echo de menos a mi marido, si no fuera por él me quedaba aquí”. Así fue como me subí a regañadientes al avión de regreso, sólo por amor.
Y no es para menos. Tras un vuelo tranquilo en un compañía low cost (sorprendentemente tranquilo), nada más aterrizar en Punta Cana empiezo a maldecir el país que ahora me acoge. Dominicana nos recibe con una tormenta caribeña de las de agárrate y no te menees. Los recién casados y turistas varios empiezan a meter codazo en le avión para salir los primeros, que por algo han volado ocho horas en su primera experiencia en el extranjero. Las Doñas no se cortan un pelo en adelantarte por la izquierda para asegurarse el primer escalón de la escalerilla de salida aunque las sobrepases un metro en estatura. Siempre encuentras al energúmeno que tiene una prioridad especial sobre todos los demás pasajeros con una explicación de lo más inverosímil. Por no hablar de los comentarios y chistes repetidos que se suceden en este tipo de vuelos que, naturalmente, prefiero olvidar. A todos ellos les hubiera cantado aquello de “Despacito” sólo por fastidiar. Ya que una vez se te mete en la cabeza no hay Dios quien la saque de ella, vamos a sacarle provecho y que ponga un poco de orden en el caos reinante.

Pero lo peor está por llegar mientras voy de camino a la terminal cual anchoa enlatada en la jardinera del aeropuerto. No sólo está repleto de gente sino completamente inundado porque lo que antes me parecía maravilloso ahora me parece un coñazo: la mayoría de los edificios caribeños carecen de ventanas, están abiertos al aire libre en virtud a su amigable clima. Me doy cabezazos contra la pared cuando veo las bolsas de plástico (sí, sí, de esas que no transpiran tamaño bolsa de basura para el jardín) que se ponen los dominicanos para no mojarse, que parece que vayan a envolverse para congelar la comida que sobró el día anterior (cosa que, por cierto, no sucede nunca en este país). Me pregunto yo si dado que aquí las lluvias son tan habituales como la corrupción en España no saldría más a cuenta –y más ecológico- equipar a los trabajadores con un chubasquero de toda la vida.

Por no hablar del caos dentro del aeropuerto a la hora de pasar el control migratorio. Angelitos míos, para qué dos colas separadas para residentes y turistas si todas confluyen en la misma y seguís permitiendo que los jetas que durante ocho malditas horas no han sido capaces de rellenar su formulario migratorio taponen tras un largo vuelo la fluidez del proceso. Porque ni el policía tiene intención de pedirles que se aparten para seguir atendiendo, como si el tiempo no tuviera valor para ellos esperan pacientemente para frustración de los demás pasajeros cumplidores con ganas de llegar a casa.
Y qué decir de las normas no escritas donde no está permitido sacar los carritos de la terminal hasta el maletero de tu coche -que está justo al otro lado de la acera-aunque lleves cinco maletas y esté lloviendo a cántaros. Casi me detienen por decirle eso mismo a un portamaletas que por sus cojones -mientras me interceptaba el paso agarrándome el brazo sobre un suelo encharcado cual mafia siciliana- si no puedes cargar con tu equipaje, déjate de carros y de historias que por un módico precio te cruzo yo los 20 metros de distancia hasta el parqueo. La madre que los parió, tan vagos para unas cosas y tan listos para otras.
Pero lo cierto es que tras el agobio inicial, llego a casa, me hundo en la cama y amanezco feliz porque puedo permitirme empezar el día con mis paseos matinales en la playa cuando aún nadie ha amanecido sea cual sea la estación del año. Vuelvo a calzarme mis havaianas, mis panatalocitos cortos, una camiseta y empiezo la jornada a pleno sol. El aire es puro y el cielo vuelve a ser azul. Ni rastro de contaminación. Como un jubilado frente a las obras, me distrae ver las faenas diarias que todos desconocen pero que resultan imprescindibles en un resort caribeño. Ese trabajo desagradecido como el de retirar las algas de la orilla o los plásticos que los borrachos clientes dejaron la noche anterior. Me cruzo con personas que me saludan por mi nombre y reconocen mi cambio de look. De repente me doy cuenta que el asfalto agota, que es malo para mis articulaciones, dónde va a parar, mucho mejor caminar sobre la arena.

Y como me dice una de las empleadas del hotel, aquí la gente es más amable y divertida, no como en España donde nadie se saluda ni se conoce. Me vuelvo a embelesar con el rico acento dominicano, con su guasa, con su música, con su sonrisa. Olvido la crisis consumista y pienso que en realidad no necesito nada de lo que me he comprado (aunque jamás lo reconoceré ante mi marido). No me pongo nerviosa si voy a comprar el pan y tardan 20 minutos en servírmelo, o llego al salón y olvidaron apuntar mi cita. No pasa nada si tengo que repetir las cosas treinta veces. Yo a este mundo no he venido a sufrir, no hay que estresarse porque de manera milagrosa -o por obra y gracia de Dios- las cosas acaban saliendo.

La calidad de vida en este país no tiene precio.
Ciertamente hay días que juro y perjuro que me iré para no volver, pero nada que dure más que la siguiente broma dominicana.
Vayas a donde vayas, ve con todo tu corazón (Confucio)
Lo mejor es saber que puedes ser feliz en cualquier sitio………si quieres, claro.
Pero lo de comer bacalao en Labra y no aprovechar para conocer a este madrileño………te ha hecho perder una ocasión de probar la mejor coca de trempó que se hace fuera de Baleares (y si no, pregúntale a los mallorquines pilotos de Qatar airways)
Besos, desconocida lagartija.
Juan!!!! Estás en Madrid? Mañana estoy ahí, así que busca hueco
El que busca halla.