
Wellington es la capital de Nueva Zelanda, por lo que era uno de los destinos pendientes en mi bucket list, es decir, la lista de lugares que visitar «antes de». Con fama de ser una urbe vibrante y ecléctica no me ha defraudado ni lo más mínimo a pesar de ser mucho más pequeña que Auckland y contar apenas con 400 mil habitantes.
Lo primero que se agradece es que sea una walkable city, término que deberemos tener muy en cuenta a partir de ahora. Walkability es un concepto que hace referencia a los beneficios saludables, medioambientales y económicos de una ciudad. O dicho en otras palabras, que sin necesidad de coger el coche puedas pasear por sus aceras (recordemos que no todas las metrópolis disponen de ellas), que exista un transporte público eficiente, así como seguridad y fácil accesibilidad a todos los lugares. A partir de ahora, las ciudades del siglo XXI tendrán que ser diseñadas de manera sostenible si quieren estar a la moda. Aviso a mis amigos residentes en Doha, preparaos para nuevas obras 😉
El caso de Wellington cumple con todas estas premisas, como otras ciudades en el mundo, caso de Portland, pionera en estos temas allá por los años 70.

Otra cosa curiosa de Wellington y su gente es que los usuarios del transporte público saludan cuando suben al autobús y dan las gracias al conductor al bajar. El ser humano actúa por imitación, por lo tanto, cuando la mayoría se muestra tan educado, los demás tienden a imitar tal conducta de comportamiento. Así de fácil es crear buen rollo y contagiar educación.
Respecto al modo de transporte y en ausencia de coches en el centro, en Wellington muchos jóvenes van en monopatín, aunque tampoco es extraño ver a los más mayores bajarse del autobús y seguir su camino con la tabla por la ciudad, como el caso de una señora que, pasados los 50 y con pelo blanco, en lugar de bolso porta mochila a la espalda y con sentido práctico se sube al skate con más habilidad de la que tendré yo jamás.

A pesar de su tamaño urbano reducido, escaso tráfico, sus anchas calles y zonas verdes para pasear, Wellington es literalmente un túnel de viento, una constante durante todo el año. Hace tanto viento que en los semáforos para peatones encuentras instalados unos paneles de cristal para protegerte durante la espera. Tampoco es una ciudad para llevar una falda plisada, pues corres el riesgo de parecer una patética imitación de Marilyn Monroe en la famosa escena de “La tentación vive arriba”, con mucho menos glamur, por supuesto. Tampoco hace falta peinarse, pues tu peinado dura el tiempo que el ascensor tarda en dejarte en la puerta de la calle. Hace tanto viento que las nubes van y vienen sin parar, de hecho nunca había visto las nubes salir volando a tanta velocidad.
El adjetivo de ciudad vibrante lo compro. A diferencia de Auckland, las calles tienen vida a todas horas. Por las mañanas los cafés están abarrotados y puedo decir que he comido uno de los mejores huevos benedict con salmón de mi vida (y llevo unos cuantos años degustándolos). Recomiendo el Fidel’s Café en Cuba Street.
Lo curioso es que a las cinco de la tarde todos los bares entre Courtenay Place y Cuba Street están abarrotados, no importa que sea lunes o sábado. Quizás tenga que ver con que la mayor parte de la población censada en Wellington tienen entre 20 y 39 años, y el 86% son menores de 59 años.
De ahí en adelante, las calles son un hervidero de gente y locales llenos a rebosar. Ya iba avisada y con una lista de restaurantes estupendos como el café Plum, el vietnamita 88, el japonés Tatsushi, el italiano Cin Cin, el Sweet Mother’s Kitchen -uno de los restaurantes más kitsch de la ciudad- o la taberna más antigua de Wellington, The Thistel Inn, donde degusté unas deliciosas vieiras con morcilla. Para que digan que en Nueva Zelanda no se come bien.

Aunque si tuviera que elegir un favorito, sin duda me quedo con el Maranui Surf Life Saving Café, un local humilde en Lyall Bay, fantásticas vistas, con una decoración de lo más estrafalaria y marinera, y un menú delicioso. Eso sí, un martes a la una del mediodía, absolutamente abarrotado. ¿Acaso nadie trabaja en la capital? Porque a las once de la noche del mismo lunes de mi llegada, las calles están repletas. Y es que tampoco se quedan atrás en pasarlo bien, y es posible que en el mismo lugar donde has desayunado puedas cenar o tomarte una copa mientras una banda de jazz ameniza el ambiente como es el caso del Matterhorn Café, el Havana Bar, el San Fran o la cocktelería del cine Embassy.
Hablando de cines, debo ser de las pocas personas que no han visto la saga del Señor de los Anillos, pero he aprendido que Sir Peter Jackson nació en Wellington, quizás por ello esta ciudad tiene una proporción de cines y teatros superior a cualquier otra ciudad del mundo. Edificios, la mayoría de ellos art decó de los años 30, auténticas joyas para cinéfilos y amantes de la arquitectura. Por ello no puedo resistirme a entrar a una de las salas del Embassy para ver al azar la película que echan a las tres de la tarde: 007 Spectre.
Para calentar motores antes de la peli la cocktelería del cine nos propone tomar un Vesper Martini, pero se me antoja que es demasiado temprano para empezar tan fuerte, así que no atreviéndome con el cocktail explosivo de Bond y me tomo un Fargo Sour y mi marido un White Russian en honor a los hermanos Cohen y a dos de nuestras películas fetiches. Porque en Wellington los cines y teatros son centros sociales donde la gente se reúne para tomar café, las mamás quedan para charlar mientras sus hijos juegan o los jubilados se sientan a arreglar el mundo sin consumir nada. El concepto de cine cobra una dimensión totalmente nueva para mí.

Aparte de comer y beber, Wellington permite otras atracciones no menos interesantes, como subir al Mount Victoria para quemar las calorías del día anterior y disfrutar de una espectacular panorámica de la ciudad a pesar de los 50 nudos de viento que se llevan volando mi mochila. Subir con el Cable Car hasta el Jardín Botánico, o visitar el famoso Westpac Stadium donde el próximo día 12 de diciembre actúan AC/DC. Visitar entre los muchos museos que tiene la ciudad el fantástico Te Papa Tongarewa, considerado uno de los mejores museos del mundo.

A pesar de que algunos wellingtonianos perciben que sus políticos les roban (no conocen España por lo que no pueden comparar con objetividad), que las tasas de desempleo crecen sin parar, que hay barrios pobres y marginales y que su Primer Ministro acumula cada vez más riquezas a pesar de que cada día parece trabajar menos, no quiero perderme una visita al Parlamento, un edificio que recuerda al Bundestag berlinés, pero con un interior enmoquetado de lo más British. Y es que en estos días me gusta recordar que existe algo llamado democracia y que es un privilegio del que no todo el mundo disfruta. A pesar de que los kiwis sacan provecho de su aislamiento geográfico para decirse a sí mismos que están lejos de los atentados terroristas, tengo la desgracia de vivir la psicosis de la gente ante la sospecha de un paquete bomba en la céntrica Lambton Quay. Durante horas queda cortado el tráfico y se acordonan las calles colindantes ante el posible peligro que, afortunadamente, parece quedar en una simple sospecha.
Sin embargo, observando a la policía y a los curiosos, puedo imaginar lo que a todos nosotros nos pasa por la cabeza.

Para poner un final feliz a este post y a los cuatro días de visita a la capital kiwi, recomendar Weta Workshop. No importa si te gustan o no películas como Avatar, Lord of the Rings, Godzilla, The Chronicles of Narnia, o no sabes de quién te hablan cuando oyes los nombres de Bilbo o Smaug. Pero bien gastados están los 25$ para visitar la Weta Cave donde se confeccionan personajes fantásticos, espadas, vestuarios, maquillajes, pelucas y muchos otros artilugios. Lo que se llama, behind-the-scenes.
Esta visita a un lugar de fantasía me recuerda a una maravillosa frase de Pablo Picasso: «pinto los objetos como los imagino, no como los veo«.
Fantástico!!! Te lo estas pasando pirata EH????
Buahhhhh… ¡¡¡¡arderé en el infierno!!!! 😉
Es la revancha de Doha, eh?
Aprovecha.
Juan, las comparaciones son odiosas, pero no te voy a mentir, me lo estoy pasando en grande 😉
Un abrazo.
Laura.