
Cuando eres expat te enfrentas a un cúmulo de cambios y de situaciones nuevas constantemente. Acabas haciendo cosas que jamás en la vida se te hubieran ocurrido. Pero créeme si te digo, que no siempre eres consciente. De repente un día te encuentras conduciendo durante cinco horas para cenar en un nuevo restaurante.
Vayamos por partes. Soy de Mallorca, una pequeña isla del Mediterráneo donde conducir más de una hora supone caer al mar. Es ese lugar donde le dices a tu madre que te vas a la playa que está a 50km de tu casa y te dice que por qué te vas tan lejos. O cuando un fin de semana te vas a la otra punta de la isla y te preparas como si emprendieras un viaje transoceánico.
Esa soy yo. Y también mi marido, que es otro mallorquín.
Llevamos juntos cinco años de un lado para otro, culs inquiets nos llaman en casa. Lo cierto es que aunque los mallorquines tenemos fama de ser muy de nuestra isla y de viajar poco, nunca un estereotipo estuvo tan mal formulado.
Cuando eres expat te enfrentas a un cúmulo de cambios y de situaciones nuevas constantemente
Este sábado pasado recorrimos 359 km desde Bávaro, donde vivimos actualmente, para cenar en un pueblo de montaña dominicano: Jarabacoa. Cinco horas al volante más otro par para estirar las piernas y comer por el camino. Un total de ocho horas de viaje en la que nos dimos cuenta de que nos habíamos transformado. Vamos, que podríamos pasar por una pareja de Bilbao que se le antoja cenar en Madrid un sábado cualquiera. La distancia viene a ser la misma, pero sin el chute de adrenalina que supone conducir en la República Dominicana.
Así que nos plantamos en Jarabacoa, en el pleno corazón del país. El lugar donde puedes dormir bajo un edredón en el mes de julio.
Nos reciben Ana y Charles en su casa, donde vamos a pasar la noche. De esas personas que sabes, a primera vista, que son auténticas. Veo a una pareja ilusionada abriendo las puertas de la casa familiar que están rehabilitando poco a poco para convertirlo en un Bed&Breakfast que vale la pena visitar. No sólo por la paz y el silencio relativo que la naturaleza proporciona durante la noche, sino por la conversación pausada de Ana y el desayuno típico dominicano que nos ofrece Charles el domingo por la mañana. Para chuparse los dedos.
Las vistas desde su casa son de las que quitan el sentido. Me trasladan otra vez a la Mallorca montañosa cuando veo los pinos alrededor de la finca. No tiene precio.
Jarabacoa es ese lugar donde puedes dormir bajo un edredón en pleno verano caribeño
Y tiene mérito que desayunara un mangú en toda regla después de la cena del día anterior, el motivo real del viaje a Jarabacoa: el Restaurante Chez Vero.
Las redes sociales me habían hablado de un «no restaurante» en la zona. Una familia canadiense instalada aquí y que abre su casa dos veces al mes para degustar cocina y vinos finos, sin pretensiones. Así se describen ellos y así es.
La experiencia, más allá de la comida de Chez Véro, que es la matriarca de la saga, es conocer la historia de Jean-François. Un entusiasta de los maridajes moleculares y de la vida misma. A su lado, sus tres hijos, aprendiendo y ayudando en el no negocio familiar.
Una se pregunta qué hace esta familia de Quebec en Jarabacoa, donde Cristo perdió la sandalia. Pues precisamente compartir experiencias personales, culinarias, vinícolas y religiosas. Dónde mejor que República Dominicana para los amantes del comer, del beber y de su devoción cristiana. Además, como nos cuenta el anfitrión, buscaba para él y su familia abrir nuevas perspectivas del mundo. No quería dar a sus tres hijos una mirada etnocéntrica y única de la realidad.
Recorrer más de 300km para sentarse en el comedor de su casa no decepciona. El lugar es agradable a pesar de ser pleno verano. Recuerda más a una casa rodeada de arces que de palmeras. El ambiente es cálido y Jean-François es todo un personaje queriendo agradar pero con convicción. Puro entusiasmo.
Una se pregunta qué hace esta familia de Quebec en Jarabacoa, donde Cristo perdió la sandalia
Jean-François habría cenado con nosotros si no hubiera tenido más mesas que atender. Busca en las palabras, en los gestos y miradas de los comensales la aprobación en cada sorbo y en cada bocado. Nos explica cómo se inspira en su gurú particular, François Chartier, para maridar las moléculas de los alimentos con las del vino para que todo fluya en perfecta armonía. Y lo cierto es que no defrauda. Cada copa acompaña los platos de manera perfecta sin las pretensiones ni el esnobismo de los vinos más caros de la carta.
Y la guinda del pastel, una de esas casualidades que empiezan a ser costumbre en este país. Despedirme al terminar la cena y oír cómo alguien se dirige a mí en mallorquín con un “bona nit!”. Casi se me caen las lágrimas de la emoción, y puede que las siete copas de vino tuvieran algo que ver. Ya se sabe, la exaltación de la amistad y los cánticos regionales son ineludibles. De isla a isla y tiro porque me toca. Dos parejas están terminando de cenar a nuestro lado, y uno de los comensales es de Mallorca. Nos saludamos ambos a más de siete mil kilómetros de nuestra isla mágica.
Sale en mí ese deseo incontrolable de hablar en mi lengua materna a sabiendas de que puede interpretarse como un signo de mala educación para el resto de los presentes. Ese hablar tan raro que tenemos. Pero una echa de menos expresarse en el idioma en el que sueña y piensa. Así que agradezco mucho estos pequeños momentos fugaces de desahogo momentáneo.
Nos encontramos dos mallorquines en Dominicana, ambos a más de siete mil kilómetros de nuestra isla mágica
Además, nos echamos todos unas risas cuando su pareja dominicana nos narra divertida cómo los dominicanos también hacen cosas extrañas. Como cuando tienen que dar a alguien indicaciones para llegar a un lugar determinado.
Nos acordamos de ella al día siguiente cuando de regreso a casa pedimos a un joven cómo llegar al Salto de Jima. Mientras una muchedumbre se agolpa alrededor de nuestro coche para ofrecernos guiarnos con su motoconcho por cien pesos, este joven hace verdaderos esfuerzos por guiarnos con palabras. Es una de esas escenas que hubiera querido grabar, y no para hacer burla, sino por demostrar la generosidad y esfuerzo que hacen algunos pocos para ayudar entre tanto tigueraje.
“Ustedes sigan todo derecho por la carretera principal y verán una bomba Texaco. De gasolina la bomba. Después verán un helicóptero. En verdad, eso no es un helicóptero, eso es un disparate –dice poniéndose las manos a la cabeza y los ojos en blanco-. A continuación pasarán por un centro educativo. Justo donde está el puente seco ¿saben lo que es? un puente sólo de peatones. Doblen ahí y llegarán derechito, no tiene perdedera”. No sólo llegamos tal y como nos indica de una vez, sino que ver el disparate del helicóptero da para muchas risas.
Entre tanto tigueraje me emociono cuando encuentro gestos de generosidad
Pero el tigueraje es omnipresente. A pesar de que la mitad de la población de todo el país está hoy en Salto de Jima (una de las muchas cataratas de la zona), somos los únicos que tenemos la obligación de entrar con un guía a quien pagaremos una voluntaria propina.
Así como llegamos al salto nos damos media vuelta y salimos más rápido que deprisa por la marabunta de gente. Cuando nos dirigimos hacia el coche ya vemos venir de lejos todos los tígueres que quieren cobrarnos por haber aparcado en un espacio público.
Mira, tengo hambre, sed y mucho calor. Así que mi paciencia es limitada y acabo encarándome por primera vez en dos años que llevo aquí al tigre de turno. Me niego a pagarle el impuesto revolucionario del parqueo en plena vía pública. Así que me increpa diciendo que ha vigilado el coche para que no me lo rayen:
-Vamos a ver si lo entiendo -le digo mirándole fijamente-. Usted me quiere cobrar a mí por no haberme robado ni rayado el coche ¿es así? Pues mire, no soy un cajero automático, lo siento. No pienso pagarle ni un peso.
Hoy le he ganado la partida a un tigre ¡qué irresponsabilidad!
Hace un calor espantoso y sólo quiero salir cuanto antes de ahí mientras sigo viendo sus aspavientos por el retrovisor y escuchando gritos acusándonos de «abusadores». Pasado el enfado y el acaloramiento, me doy cuenta de que le he ganado la partida a un tigre. Lo cual me parece de lo más insensato e irresponsable teniendo en cuenta que en este país quien menos te lo esperas va armado.
Aunque no me guste generalizar, lo cierto es que, una vez más, siento que República Dominicana es ese lugar donde siempre pasan cosas. Y este es un ejemplo más de que en la vida del expat tampoco hay dos días iguales.
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