
Se habla mucho, y se publica más, de las cosas que echamos de menos cuando vivimos lejos de nuestro país. Es casi inevitable reencontrarte con un compatriota a miles de kilómetros de tu lugar de origen y no hablar de cómo soñamos con un buen jamón o, en mi caso, de lo que daría por un paquete de Quelitas y una sobrasada de porc negre. Parece incluso enfermizo llegar a idealizar todo aquello que teníamos delante de nuestras narices tiempo atrás y que sólo con la distancia aprendemos a valorar lo que ya no tenemos a nuestro alcance.

Sin embargo, y ya que este tema está muy manido, a mí lo que más me ha impresionado al repatriarme a mi isla en la que he vivido la friolera de 38 años, ha sido la sensación de sentirme una turista aventajada en mi propia casa. Y, como suele pasar, me ha provocado sensaciones contradictorias.
Permanecer un año y medio fuera de mi hogar me ha proporcionado la oportunidad de vivir muy intensamente. A menudo comento que ni en diez años hubiera tenido la ocasión de conocer a tanta gente –ni tan variada- ni habría tenido las experiencias que la expatriación me ha aportado. Recomiendo encarecidamente salir una temporada de la zona de confort para descubrir que hay vida más allá de nuestro barrio.
Pero una de las sensaciones más sorprendentes que he apreciado ha sido la de regresar a casa en calidad de turista autóctona ocasional, o mejor dicho, vivir en mi ciudad pero sin las obligaciones rutinarias a las que he estado sometida toda mi vida. Las connotaciones con las que recibo cada impacto visual son diferentes a antaño, así como las percepciones que tengo de mi entorno desde mi valioso palco como observadora y conocedora de un escenario que es una extensión de mi propio cuerpo. Se torna en un agradable pasatiempo que no dudo en aprovechar.

Las calles dejan de ser el campo de batalla donde uno se lanza ferozmente contra el enemigo a la hora de buscar un hueco donde aparcar el coche. El reloj ya no es un instrumento inquietante que te recuerda que llegas tarde a todas partes. Los cafés a media mañana ya no son una excusa para escaquearse del ambiente enrarecido del trabajo o de la mirada inquisidora de tu jefe. Ni tan sólo te molestas en leer el periódico porque, sinceramente, te da completamente igual si ha volcado un camión en la carretera de Artà o han imputado al enésimo político en lo que va de semana. Particularmente, disfruto más observando a la gente, intentando adivinar a qué se dedican, dónde viven o cuál es su lugar en el mundo. Puedo quedarme horas en silencio escuchando las conversaciones ajenas, especialmente las de detrás de la barra. Las comidas a mediodía se disfrutan porque sabes que después no tienes que ir a la oficina a trabajar y disimular los bostezos detrás de la pantalla.
En resumidas cuentas, por primera vez en mi vida ejerzo de turista accidental en mi propia ciudad, lo cual me permite observar mi entorno e interaccionar con él.

Descubro a miles de cruceristas que desembarcan a diario en el puerto de Palma dispuestos a pasar una larga jornada de recreo urbano, algo que llevo reclamando durante años. Somos más que sol y playa. Para ello, la ciudad y su gente tienen que, de alguna manera, adaptarse al nuevo escenario. Más allá de las barbaries urbanísticas que asolan el núcleo urbano, me fijo que en los primeros días de junio luce un sol cálido y un cielo sin nubes. Los colores son aún intensos y me sorprende ver multitud de colores vegetales en una urbe con más cemento que zonas verdes. Se habrán puesto de moda o es que nunca vi las coloridas macetas de las terrazas o los árboles que adornan parques y algunas vías. Ventajas de estar en primavera.
Me pongo en la piel del turista que llega a Palma curioso por saber qué se esconde tras la fama de una de las mejores ciudades del mundo para vivir (el podio depende de la fuente que se consulte). Y quizás porque viajar te da cierto bagaje, trato de empatizar con el turista como si fuera mi más preciado cliente.

Algo que he aprendido en tierras lejanas es a no escaquearme ni esperar a que el turista desorientado pida ayuda, y nada de hacer el “avión”, estrategia anti-social tan mallorquina. Si veo a alguien con un mapa en la mano le oriento, le aconsejo y no le engaño. Quiero impresionarle y, sobre todas las cosas, no quiero defraudarle. Por ello me avergüenzo cuando voy a una de las calas más vírgenes y espectaculares de Mallorca y descubro los plásticos y residuos que se amontonan en la playa, o peor aún, los que la marea trae consigo hasta la orilla. Las colas eternas que se forman para acceder a los aparcamientos públicos del centro histórico sin paneles informativos dando alternativas o sin la presencia de la policía local poniendo orden al desconcierto de los centenares de turistas que no contribuyen precisamente a preservar el medio ambiente con sus coches en marcha durante horas. Otra escena que me ruboriza es contemplar a esos turistas en las peores terrazas de la ciudad, donde por un mal servicio, una sonrisa ausente y un refresco te roban la cartera. Me trastorna que en un lugar que vive –y existe- gracias al turismo, todavía no haya cartelería en inglés ni el servicio esté por la labor de hacerse entender. Hay cosas que, sinceramente, aún me sorprenden que ocurran.

Afortunadamente, la ciudad –y su gente- parecen estar cambiando. Me alegra ver las calles concurridas, los bares abarrotados y el bullicio de las terrazas. Me sorprendo descubriendo nuevos locales de diseño y alternativos –aunque sea por obra y gracia de nuestros nuevos vecinos alemanes y suecos- sustituyendo los comercios carentes de personalidad y con nombre de telenovela venezolana. Callejeo por el casco antiguo mientras oigo en cada esquina a un guía local explicando los patios de Palma en inglés, en alemán o en italiano. Uno de mis ejercicios de este verano es descubrir el mejor llonguet de la ciudad, y me sorprendo cada vez que entran los desorientados viajeros pidiendo lo mismo que la mesa de al lado. Me alegro cada vez que veo a alguien desplazarse en bicicleta, y lo más gratificante ha sido hoy, visitar la catedral de Palma como una turista más y descubrir el trasiego de extranjeros que audio-guía en mano se sientan en los bancos de la Seu mostrando cierto interés en la obra arquitectónica de un templo único en el mundo, capilla tuneada por Miguel Barceló incluida.
Lo más habitual durante estos días es que me pregunten qué tal se vive de vacaciones en Mallorca, sin ninguna obligación, y la única respuesta que me viene a la mente es que estupendamente. Es una sensación y una ocasión única que me permite disfrutar –y analizar- desde otra perspectiva todo aquello que siempre tuve y que no siempre supe apreciar.
Que sepas que te sigo envidiando, ¡debe ser una maravilla estar ahora en Palma! No tengo la suerte de conocerla, pero espero poder ir algún día. Yo también soy de costa, y me encantan las ciudades con mar, ¡me dan mucha vida!
Por cierto, acabo de descubrir lo que es un «llonguet», ¡qué buena pinta! Espero que nos enseñes fotos cuando descubras donde están los mejores.
Besos desde el sur del sur.
Diana, que sepas que me has dado una genial idea para un próximo post: la ruta de los «llonguets», es decir, los mejores bocadillos (mallorquin style) de Palma. No veas cómo me estoy poniendo las botas: te adelanto, los de sobrassada y camaiot delicious!!!!
Besos mediterráneamente calurosos 😉
¡Quiero ver las fotos! Bueno, en realidad lo que quiero es probarlos, pero como no puede ser…
Besos desde el sur del sur
Algún día tendrás que venir sí o sí. Además, te estoy preparando un fabuloso mapa con todos los «must», tendrás que probarlos todos para puntuar el trío ganador 😉
Estás disfrutando, eh?
Me pondría cuarto y mitad de paseo por San Miquel, y un quarto amb gelat d’ametlla en Ca’n Joan de S’aigo.
Master en llonguets, gran idea, jajajajajajaja.
Juan, nada como irse una temporada lejos de casa para apreciar todo lo que dejamos atrás. Cuenta con el post de los mejores «llonguets» de Palma, estoy en ello. ¡Antes de irme os dejaré mi informe!
Lo de los quartos lo dejo para otro año, no es plan subir el colesterol a los 40 😉
Una abraçada.
Qué bueno seguir leyendote. Bss desde Las Negras. Teneis que venir
Aquí seguimos Ana, todo lo que capte mi atención y mientras siga ilusionándome con los pequeños detalles.
Por cierto, ya ha pasado un mes, el tiempo vuela. sólo queda ver si nos quedará algún día libre para escaparnos a Las Negras, nos encanta la idea 😉
Un abrazo, familia.
Hola!
Si aún no los has probado, los que hacen en el Forn de la Pau son para mi los mejores. Carrer de la Pau, una travesía de San Felio.
Y si lo que quieres es que te los den hechos… En el Gibson (Plaça des Mercat) los preparan y los compran allí. De hecho decubrí el horno hace años al preguntarles porque me parecieron muchísimo mejores que los que ya conocía.
También los de Can Canet, en el Olivar, merecen una mención. Muchos días voy hasta allí sólo para comprarlos…
Espero con ansia tu post de los llonguets, a ver qué me ayudas a descubrir!!!
Besos y sigue disfrutando y escribiendo
Carla, me acabas de dejar babeando, estás muy ¡¡¡¡¡pero que muy puesta!!!
Como estoy en modo vacaciones, que me los den hechos. Me apunto el Gibson que aún está por probar. Hoy he ido a la Fonda de Sóller y no te lo vas a creer, ya no hacen llonguets porque según la dueña ¡ya no los piden!!!! Así que me he tenido que conformar con un delicioso bocadillo de calamares. Eso sí, no he podido esperar a que fueran las 11 de la mañana para tomar el primer sorbo de cerveza 😉
Sí, sí y sí, ¡viva los llonguets!!!!
Carla, ya existe el Blog «En busca del llonguet perfecto» https://llonguet.wordpress.com
Casa Canet vencedor indiscutible, buen ojo 😉
Tenemos el gusto de vivir todo el año, donde el resto del mundo viene solo a veranear.
Con cariño, Diego.
Totally agree my dearest Diego, we are living in the f…ing paradise!!!!
Un abrazo y suerte en las Américas 😉