
La segunda conversación ha tenido lugar esta mañana en el gimnasio. Como parte de mi rutina diaria he ido a quemar calorías en cuanto he digerido el desayuno. Eso ha sido a las 8 a.m.
Como cada mañana me he subido en la cinta al lado de la única persona educada que siempre saluda cuando entro. Jamás hemos cruzado una palabra durante el mes y medio que hemos coincidido, salvo el saludo matinal. Pero hoy me ha cogido por sorpresa y ha empezado a hablarme como si nos conociéramos de toda la vida.
Me cuenta que ha pedido 3 kilos y medio con la cinta (doy fe que camina hora y media diaria) y que hoy es su último día, que su trabajo aquí ha terminado y que le esperan otros destinos, Tailandia y Myanmar. Pero que antes debe parar en Arabia Saudí. «I hate Saudis», me dice. Eso me llama la atención, así que utilizo todas mis habilidades aprendidas en los cursos de ventas y le pregunto un millón de cosas. Aunque el hombre está muy hablador, hubiera cantado igual.

Edad 60 años aproximadamente. Origen, Malasia. Ingeniero, se dedica a construir aeropuertos o parte de ellos. Casado, con tres hijos, nacidos en Sidney, Estambul y Nueva York, por este orden. Su familia vive en Malasia porque a su mujer no le gustó Catar y regresó a su casa. Lleva toda la vida viajando por motivos laborales, con su familia a cuestas, pero dice que odia Arabia Saudí.
Me explica que él es musulmán, pero que no entiende qué está sucediendo en Oriente Medio, y que en absoluto se siente identificado con esta sociedad. Su mujer de momento no le acompaña. En Arabia Saudí la mujer no puede conducir, por ejemplo. Me dice que para él eso significa anular a la mujer en un 50%. En su compañía trabajan hombres y mujeres, y ambos géneros cobran el mismo salario. Si en algún país trabajar con mujeres ha sido un problema ha resuelto no trabajar con quienes piensan de manera tan retrógrada.
En Arabia Saudí la mujer no puede conducir, por ejemplo. Me dice que para él eso significa anular a la mujer en un 50%
Yo no puedo por más que sonreír y darle las gracias a un desconocido mientras empiezo a sudar con el ejercicio. Mi respiración empieza a entrecortarse, pero no quiero que acabe esta conversación. Voy a saco.

Como mujer agradezco infinitamente que un hombre, y además musulmán, me diga que cree en la igualdad de género. Bromeo sobre que no somos iguales, gracias a Dios (esta expresión debería evitarla) pero que debemos tener los mismos derechos. Se lo repito por si no me ha entendido, la barrera idiomática tiene estas cosas. Sigo pensando que no me ha entendido.
Prosigo diciéndole que es interesante lo que me explica porque en Occidente no se entiende muy bien la religión musulmana, vamos, que no goza de mucha popularidad en estos días. Le cuento que estoy en plena crisis con el Islam y que busco respuestas a propósito del rol de la mujer en la cultura musulmana.

Me explica que la religión no es culpable de nada, que los únicos responsables son los políticos que empañan la imagen del Islam. El Corán, explica, no habla de espadas, sólo habla de Paz, y más aún, todas las religiones tienen en común que promulgan la Paz y no la guerra.
Y añade, hay que sumarle al fervor religioso de algunos países la negligencia de sus políticos. Como ocurre en Oriente Medio.
Hay que sumarle al fervor religioso de algunos países la negligencia de sus políticos
En Malasia, por ejemplo, no es obligatorio el uso de las abayas. Las mujeres son libres y él se siente orgulloso de pertenecer a una sociedad con mente abierta. Por ello odia Arabia Saudí. No se siente cómodo ante la férreas costumbres religiosas y/o políticas y al trato que se le da a la mujer.

Y entonces recuerdo otra conversación días atrás con mi instructor de buceo. También musulmán, egipcio. Me habló sobre cómo se comportan sus clientes catarís, y que nada tiene que ver la religión con su manera de comportarse. Sencillamente, me contaba, son nuevos ricos, caprichosos, maleducados y hambrientos de sexo. Tras cuatro años residiendo aquí ha observado cómo tratan a las mujeres (de los demás): como piezas de carne.
De hecho yo misma tengo mi propia teoría. Creo que algunos musulmanes varones defienden el uso del velo para evitar tentaciones sobre las mujeres de los demás. No sé qué pensarán ellas, pero yo opino que podrían castrarse directamente para evitar sentir deseo carnal y así las mujeres podrían vestir libremente. Y de paso, las mujeres occidentales podríamos también sentirnos libres al vestir.
Siempre he sido de corte más bien recatado, no uso minifaldas ni escotes pronunciados. Pero siento cómo me observan los hombres dondequiera que vaya y mi teoría es que confunden la libertad de la mujer al vestir con la libertad sexual que ellos se pueden tomar con nosotras. Vamos, por decirlo claramente, creo que piensan que somos todas unas putas.
En varias ocasiones me han ofrecido números de teléfono mientras hago la compra. Es el método más habitual para ligar aquí en Doha. Te rondan un rato, y cuando creen que han conseguido contacto visual, se acercan muy amablemente y te dan un papelito con su número para quedar. Como niños.
Algunos confunden la libertad de la mujer occidental con el libertinaje

Volviendo al señor del gimnasio.
Afortunadamente nada de lo que he dicho le ha molestado, y prosigue explicando que no va contra el Islam que las mujeres no puedan conducir en Arabia Saudí, o que no puedan trabajar (requieren permiso del esposo) o que deban cubrirse la cara. Es una mentalidad que ha ido en aumento en los últimos 30 años en países de Medio Oriente.
¿A que se debe? le pregunto. A la interpretación que los políticos hacen del Corán para anular a las mujeres. Y eso no va a cambiar fácilmente ¿quién quiere acabar con el patriarcado y la subordinación de la mujer?
Personalmente lo he vivido recientemente en mi viaje a Irán, donde tuve que llevar el pañuelo en la cabeza las 24 horas durante diez días y cubrir mi cuerpo con ropa ancha hasta las rodillas. Aún más, he tenido que sentirme relegada en un segundo y silencioso plano porque nadie podía dirigirme la palabra por ser mujer. Incluso si se me caía el hijab, avisaban a mi marido para que me diera la orden de cubrirme de nuevo. Jamás me había sentido literalmente invisible. Y ahora este simpático señor aparece de la nada para aliviar mi confusión.
Jamás me había sentido literalmente invisible
A pesar de que más del 80% de la población somos expatriados de diferentes nacionalidades, me doy cuenta de que la grandeza de este país radica en que tienes la oportunidad de conocer a tipos de lugares tan remotos como Filipinas, India, Siria o Líbano. Y cada vez me atrevo más a preguntar sobre la religión.

Por la noche, mi marido y yo, abrimos una botella de vino y hablamos de este tema por enésima vez. Él aporta sentido común a mi pasión. Y le agradezco que me haya frenado en esta carrera del odio hacia el Islam porque cuanto antes me adapte y acabe con los prejuicios mejor para mi higiene mental.
Cuanto antes me adapte y acabe con los prejuicios mejor para mi higiene mental
Me explica que tuvo una conversación con uno de sus ingenieros indios. Hablaron de cómo su cliente, árabe, antes amable y siempre de buen humor, había empezado a cambiar de actitud, cada vez más tosca y poco amigable. El ingeniero indio tenía su propia teoría: su actitud se deterioró en cuanto empezaron a incorporarse mujeres en el equipo de trabajo. Para mi marido, inicialmente, esa teoría no tuvo ningún sentido, hasta que el ingeniero indio le sentenció: de donde tú vienes es normal trabajar codo con codo y/o recibir órdenes de una mujer. Pero aquí no.

Pues me hizo reflexionar que durante estos tres meses no me he puesto en la piel de los demás.
Es fácil criticar todo lo que ves cuando llegas a un lugar nuevo. Pero la virtud de todo ser humano es apreciar el lado bueno de las cosas. Por supuesto no voy a doblegarme ante las injusticias, y como mujer me costará más convivir con algunas costumbres.
Pero la lección que he aprendido durante estas semanas de lucha interna ha sido que hay que evitar generalizar y estigmatizar.
Lo que veamos puede que dependa, principalmente, de cómo lo miremos
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