
República Dominicana es sin duda, de todos los países en los que he vivido, el más amigable para los españoles. En Qatar éramos ciudadanos de tercera: primero el qatarí endiosado, segundo cualquier ciudadano con pasaporte inglés, y después el resto de los ciudadanos occidentales. Y aun así estábamos en los pisos superiores de la pirámide social, porque los que se llevaban la peor parte eran los ciudadanos de la India, Pakistán o Bangladesh. En Nueva Zelanda éramos una nacionalidad más, quizás un tanto pintoresca dentro de su creciente multiculturalidad donde siempre respiré respeto, salvo por el recelo de los kiwis hacia los chinos, con quienes no podían evitar arrugar la nariz. La situación en México se me antojó compleja por una cierto poso de resentimiento hacia lo español. Y en Dominicana ya se sabe, a pesar de tener fama los españoles de hablar rudo, ser muy directos, impacientes y malsonantes, se comparte la pasión por la buena vida.

Cuando la tolerancia mutua se combina con indiferencia, dos culturas pueden convivir, pero rara vez se hablan entre sí, por lo que resulta difícil que una se beneficie de la otra y compartan algo (Z. Bauman)
Probablemente lo que marca la distancia entre dos culturas no sean tanto los valores como los poderes económicos y el papel al cual quedan relegados sus ciudadanos. Una muestra muy reciente es el escrito del mismísimo embajador de España en República Dominicana publicado en Diario Libre el 30 de septiembre de este mismo año. Me acomodo para leer lo que anuncia su título “Todo lo que nos une” esperando encontrar el lado humano de la convivencia entre las dos culturas. La decepción es enorme al comprobar que lo que realmente interesa es unir lazos económicos. Datos y más datos de las inversiones y beneficio. “Dos naciones que, más que socios, son amigos leales”, claro.

Más interesante para mí es seguir conociendo la cultura dominicana por mi cuenta y riesgo. Porque constantemente me preocupa meter la pata, como es mi costumbre siempre que me socializo y porque llevo poco tiempo aquí. Sin ir más lejos, el otro día cuando me crucé con Ruth camino del gimnasio cuando me preguntó qué michelines pretendía quitarme si no me quedaba ni uno. Le contesté “ya tú sabes, una mujer nunca está lo suficientemente delgada” a lo que me contestó que su deseo era engordar a toda costa porque «ya tú sabes que aquí en el Caribe a los hombres les gustan las mujeres fuertes ¿no te fijaste en las cubanas?” Así que, pensé «por fin he encontrado el paraíso, un lugar donde nadie me va a juzgar si engordo unos kilos de más estas Navidades», qué lugar tan fantástico para vivir.
Un viajero sin observación es un pájaro sin alas, Moslih Eddin Saadi.
Otra de las cosas que más me impresionan de este país es el tema jerárquico y el tigueraje. Aquí nadie deja escapar ninguna oportunidad para sacar algo a cambio pero cuidado con pisarse el territorio. Si a los hombres les llaman tigres, ellas son las tigras, y esta misma mañana he presenciado una situación grotesca entre las chicas de la limpieza. Una de ellas había perdido la llave de una de las casas y no paraba de rezar al Señor y soltar palabras en voz alta para sí misma. Sólo he conseguido entender que la jefa la iba a matar, que la jefa lo tenía todo controlado y que se tenía que hacer todo a su manera, “que ya me conozco yo a la jefa, ay cuando se entera la jefa, me va a matar, me va matar”. Está claro que aquí cada uno marca su propio territorio.
Pero si le sumas la superstición, los rezos, las bendiciones y las amenazas territoriales con la brujería, ya es lo más. Como es habitual en el Caribe, la brujería convive con las tradiciones religiosas. Está muy extendida la creencia de que todos los males proceden del mundo espiritual y que muchos acuden a los hechiceros para hacer cualquier tipo de ritual. Me lo cuenta un hombre llamado Julio, Julio César. Hace unos años sufrió un tremendo accidente de tráfico. Según cuenta, permaneció durante horas tirado en el arcén de la carretera pues lo daban por muerto, por lo que nadie se molestó en atenderle. La vida aquí no vale nada, me cuenta. Hasta que acudió a su casa un vecino y le dijo a su hijo que había visto a su padre en la cuneta y que creía que estaba muerto, que fuera a recoger su cuerpo. Afortunadamente, el hijo de Julio César acudió a tiempo para salvar la vida de su padre. Lo que supe después es que Julio César no es su verdadero nombre, igual que mi profesor de golf no se llama Segundo, sino Domingo porque nació ese día de la semana, pero se hace llamar Segundo porque fue el segundo hijo de la familia. Aquí se cambian los nombres no por capricho, como yo pensaba al conocer a niños llamados Maicol o Crismeiry, sino por miedo a la brujería. Creen que si cambian sus nombres reales ocultan su alma y así nadie les puede hacer daño a través de los hechizos. Es por ello que mi marido se vuelve loco cuando tiene que conocer a sus empleados, nadie responde al nombre que figura en los papeles.
Pero ya la guinda de la semana la ponen los coqueros, una profesión en demanda en el país por la cantidad de palmeras o matas como las llaman aquí, supongo que por la facilidad con la que crecen por todos lados. He visto a un coquero podar las palmeras: se ata una cuerda a la cintura y de ésta a la de la palmera, y así, con sus pies descalzos, sube hasta arriba para podarla. Es realmente impresionante. Quedan ya muy pocos hombres que realicen este trabajo artesanal mientras las palmeras no paran de crecer.

El problema de contratar a un coquero no es su salario, sino que suelen ser analfabetos. Parece ser que no se puede contratar a nadie que no sepa ni leer ni escribir. Así pues una se pregunta, de qué vivirá el pobre coquero analfabeto si no se le permite hacer su honrado trabajo. Pues la solución es un programa de alfabetización según el cual para poder acudir a su puesto de trabajo tiene que mostrar su justificante de que acude a clases. El último fichaje se ha ganado el apodo de “El Huracán”, no por la rapidez con la que aprende a leer y a escribir, sino a la velocidad a la que ha podado las palmeras que se le asignaron, como si un fuerte viento huracanado hubiera barrido la zona, sólo que lo ha dejado perfectamente despejado.

Puede que el Caribe esté sobrevalorado, que hasta te canse ver tanta playa todos los días, comer pescado frito, que llueva más de lo previsto, que la música nunca deje de sonar o que no todos los dominicanos sean tan encantadores como nos vende la imagen caribeña del Corte Inglés. Sin embargo, es la primera vez que nadie me hace sentir una extraña fuera de casa. Me divierte salir a comer a cualquier chiringuito de playa, pedir un cortado o un carajillo y que me lo traigan. Descubrir que los más pintorescos de toda la escena son los turistas repitiendo una y otra vez las mismas fotos, los mismos posados y las mismas bromas como si fuera el día de la marmota. O los canadienses que un día dejaron el frío por por una nueva y calurosa vida en Bávaro montando sus negocios felices por poder ir en chanclas todo el año. En una de estas me tengo que sentar con ellos y que me cuenten, de verdad, por qué están aquí. De momento, esta noche me espera mi primera fiesta navideña bachatera, y seguro que dará mucho de sí.
Viajar es descubrir que todo el mundo esta equivocado sobre otros países, Aldous Huxley.
Gracias Laura disfruto mucho leyendote a la vez que aprendo.Un fuerte abrazo guapísima!!
Cómo me alegra leerte siempre por aquí, Reme 😉
Cada día aprendo algo nuevo en este lugar, pero no sé si llegaré a entenderlos yo a ellos, jajajajajajaja!!!!
En cualquier caso, merece mucho la pena.
Besosssssss