
Hoy es uno de esos días en los que puedo pasar de la rabia al enamoramiento en cuestión de minutos. De hecho, así ha sido desde que me he levantado a las 6 de la mañana. Y sí, soy toda pasión.
Y ahora que me siento delante del ordenador, intentando poner en orden mis pensamientos para empezar a teclear, me doy cuenta de que ésta es la grandeza (o la miseria) de este país que me acoge. La capacidad que tiene la República Dominicana para despertar en mí lo peor y lo mejor en cuestión de minutos, horas, un día.
Paso de la emoción al borde de las lágrimas al ver un amanecer tras otro a cual más sangriento a las lágrimas de rabia al pasar por montañas de basura en las paradisíacas playas del Caribe.

Me emociono cuando paseo por las kilométricas costas repletas de matas de coco al mismo tiempo que debo sortear botellas y plásticos.
Me hierve la sangre cuando contemplo la dejadez de una gente orgullosa de su tierra y su bandera pero que no entiende que nada permanece bello eternamente.
Me devuelve la sonrisa una paella en la playa de alguien a quien se la ha ocurrido en su tiempo libre hacer algo que le apasiona.
Esta montaña rusa emocional que parece vivir en mí y con la que intento dialogar amablemente. Hablando conmigo misma, calmándome y queriéndome a pesar de tener pensamientos algo más que impuros, violentos.

Algo he oído hablar del mindfulness, que debe ser algo así como el tomar conciencia del aquí y el ahora. Últimamente me ha dado por meditar, que no sé yo si tendrá algo que ver, pero que me hace mucho bien.
Hoy ha sido uno de esos días en los que me he obligado a disfrutar del momento, de agradecer lo que tengo y ser consciente de lo afortunada que soy en este preciso momento cuando me he levantado y he decidido abandonar la lectura de un apasionante libro que no quiero que se acabe y me pongo a caminar por la playa.
Bajo mis pies, arena dorada salpicada por restos de sargazo típico del mar Caribe. Dejo que se mojen con cada ola que va y viene. El agua se me antoja fría pero es que estamos en enero, me digo. Sonrío, porque estas sensaciones me hacen conectar con las impresionantes playas de Nueva Zelanda, donde el agua no estaba fría sino helada.

Mes de enero y aquí estoy caminando por una playa infinita. Me giro, doy una vuelta de 360 grados y no alcanzo a adivinar dónde está el principio y dónde está el final. Levanto la mirada hacia mi lado derecho donde se multiplican las palmeras que en mis pensamientos ya se llaman matas de coco como dicen los locales.
Me doy cuenta de que ni en mis mejores sueños habría podido imaginar estar aquí. Recuerdo cuando era niña que robaba los folletos turísticos de las agencias de viajes. Pasaba horas mirando las fotografías y preguntándome cuándo iba yo a poder ganar el dinero suficiente para poder viajar.
Recuerdo la imagen de una playa desierta de arena blanca y una escultural mujer rubia apoyada en una palmera en esa típica estampa que todas las turistas siguen imitando con mucha menos gracia.
Soñé una y mil veces visitar algún día ese lugar. Y aquí estoy yo ahora, en mi soledad de este paseo por mi mundo interior pensando que si quisiera perderme ahora mismo jamás nadie podría encontrarme en esta inmensidad mientras escucho el rugir del mar, una palabra que jamás pensé que escribiría pero que efectivamente describe a la perfección lo que hace el mar cuando no hay nada más.

No hay moros en la costa, ni rastro de música que estropee mi momento. Ni una sola edificación. Ni un barco, ni un turista, ni un tiguere intentado venderme un coco o una excursión.
Lo único que me devuelve a la realidad, al aquí y el ahora, es la montaña de plásticos que trae el mar. Pero no voy a dejar que esto me estropee el momento, porque en mi querido Mediterráneo también el mar escupe toneladas de basura. La única diferencia es que la retiran.
República Dominicana lo tiene todo, me digo cuando horas más tarde tropiezo sin querer con un hermoso Parque Natural que no sabía ni que existía a pocos kilómetros de mi casa.
Sólo espero que no sea demasiado tarde para salvar este particular jardín de las delicias donde bien pudo ser el centro mismo de la creación. Paraíso del goce y del pecado que deja en evidencia la fragilidad humana. Paraíso engañoso, sin duda, a los sentidos.
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