
Hay viajes que se planifican durante todo el año, los hay que se han soñado toda una vida, y después están los que se improvisan y te sorprenden. Fue el caso de Quito, realmente el último viaje de 2017, una escala de 48 horas tras dos semanas en las islas Galápagos.
Una de las cosas que he aprendido viajando en estos últimos años es que no hay que desdeñar las escalas. Empeñada siempre en absorber al máximo los destinos, apuro hasta el último minuto. Pero cuando inevitablemente hay que hacerlas se pueden aprovechar como un plus al viaje. Y mejor si es a la vuelta que a la ida, así sientes que las vacaciones traen un extra-bonus.
Tras dos semanas metidos en el agua viendo una fauna de otro planeta, aterrizamos en la ciudad de Quito con la excusa de conocer la capital ecuatoriana antes de regresar a casa. Amor a primera vista, una ciudad que crece a lo largo y ancho de valles y laderas.

Amor a primera vista, una ciudad que crece a lo largo y ancho de valles y laderas.
Aterrizamos a media tarde en el aeropuerto Mariscal Sucre donde nos espera Alfonso en la zona de “arribos”, un simpático hombrecillo que durante la hora de trayecto hasta el hotel nos cuenta todo lo que queremos saber y mucho más: hablamos sobre la economía y política del país, de la seguridad ciudadana que ha traído más turismo a Ecuador, de la construcción del nuevo aeropuerto, de las carreteras, de la gastronomía. Es un guía al volante.
Llegamos a nuestro destino, Casa El Edén, donde pasamos dos noches en pleno Centro Histórico de Quito. Mario y su mujer, los dueños de esta casa centenaria, nos explican cómo la compraron derruida y la rehabilitaron aprovechando las nobles maderas y los frescos originales de las paredes. Son el tipo de personas con las que te quedarías horas charlando, verdaderos anfitriones orgullosos de poder servir a sus huéspedes y empeñados en que te enamores de su ciudad.

Seguimos todos y cada uno de sus consejos y aprovechamos las primeras horas para disfrutar de la noche quiteña en fiestas por ser el aniversario de la fundación de Quito en 1534 que se celebra durante la primera semana de diciembre.
Quito, lugar donde sueña, se enamora y lucha el Libertador Simón Bolívar
La Calle Ronda, o calle de los Conquistadores, es el centro neurálgico de la noche, llena de músicos callejeros, de gente bailando, bares y restaurantes ofreciendo su canelazo, una bebida típica de las regiones andinas que se toma caliente. Como su nombre indica, hecha a base de aguardiente, azúcar y agua de canela.

A pesar de la fiesta y de la animación nocturna de los quiteños, lo cierto es que siguiendo los consejos de nuestro anfitrión, decidimos darnos un homenaje en uno de los mejores restaurantes de la ciudad: Zazu. Una de esas experiencias gastronómicas que jamás olvidaré: un menú degustación a base de productos autóctonos como los distintos tipos de choclo (maíz), la pangora (un crustáceo) o el chocho (altramuz). Por supuesto, después de un par de copas el nombre de los ingredientes se convierte en objetivo de todo tipo de bromas absurdas.
Otro de los motivos para visitar Quito: su gastronomía
Pero lo mejor de la noche, sin duda, no es el delicioso menú, ni las dos mesas de americanos que acaban contándose la vida a gritos porque los americanos son muy de socializarse aunque no te conozcan de nada.
Lo mejor es la pareja de hipsters que tenemos sentados a nuestro lado, a un metro escaso entre su mesa y la nuestra. Uno siempre pendiente de la pantalla de su teléfono móvil, el otro, con un bolso Louis Vitton de lo más llamativo para ser de caballero, unos pantalones tipo chándal de raso negro, una camiseta floreada y una especie de capa roja por encima de los hombros además de las gafa-pastas. Lo mejor, verle disfrutar con cada plato, sin hablar, sólo degustando y acompañando cada mordisco por la onomatopeya Mmmmm… para expresar su satisfacción.
La sorpresa llega cuando al final de la cena aparece otro tipo que en tono divertido le dice al camarero que se lo cargue todo a él, al zampabollos. Ante la sorpresa y las copas de más le digo que también puede pagar nuestra cena. Nuestra camarera nos explica con discreción que son los músicos de Bruno Mars, quien está en la sala contigua cenando. Y el personaje que está sentado a mi lado es su cantante: al día siguiente van a actuar en el Estadio Atahualpa de Quito. Pero que no nos emocionemos, añade, porque están todas las entradas vendidas 🙁
Tras el resacón de la noche anterior, decidimos recuperarnos con un generoso desayuno en casa de Mario quien nos indica cómo recorrer el centro histórico de la ciudad.
Quito tiene en su centro histórico la huella imborrable
del pasado español
Como todas las ciudades coloniales de América, Quito tiene en su centro histórico la huella imborrable del pasado español, con sus calles adoquinadas y estrechas, sus edificios castellanos y su madera labrada, sus teatros, sus basílicas e iglesias con sus devotos fieles, las plazas y mercados donde puedes encontrar quien cure el espanto a niños y adultos.
Caminamos durante horas recorriendo cada rincón, descubriendo el día a día de un barrio empobrecido, donde la gente vive de sus pequeños negocios, de sus casas de comidas donde disfrutar un menú local por 1,50$ en contraste con los elegantes restaurantes de 100$ el cubierto.

Modernas construcciones como la del metro de Quito que contrasta con los niños vestidos aún con trajes tradicionales en muchos casos descalzos. Comercios que venden todo tipo de repuestos a falta de objetos nuevos y modernos, muebles que no había vuelto a ver desde la época de los años 70 en viejas fotos familiares, y todo siempre a “precios cómodos”.

No escapo de las compras y sucumbo ante un Panamá Hat al enterarme de que son originales de Ecuador, fabricados con tejido de manabí gracias al cual adquieren la finura que los hace inconfundibles. Se popularizaron gracias al presidente norteamericano Roosevelt quien se dejaba ver con el suyo a principios del siglo XX.
Quito es un canto de piedra que se descuelga de la montaña y baja por las calles hasta las plazas, hasta los conventos y las cruces
Antes de comer aún nos da tiempo a hacer una incursión a un lugar con mucha historia. En primer lugar por cómo conocimos el lugar. Dos días atrás estábamos desayunando en la Isla de Santa Cruz antes de dirigirnos hacia el aeropuerto y despedirnos de las islas Galápagos. Entonces empezamos a charlar con una pareja que justo estaba haciendo el viaje inverso. Ella empleada de banca en la City de Londres y su marido cirujano, nos cuentan su experiencia en Quito y nos recomiendan la visita al convento de San Diego, alejado del núcleo histórico y poco frecuentado por turistas. Y así lo hicimos.

El lugar destila un toque místico, silencioso, casi tétrico por la penumbra de la entrada donde no parece haber nadie. Así que siguiendo la valentía de mi marido, nos colamos en este recoleto franciscano de finales del siglo XVI por nuestra cuenta hasta que ¡Oh, no! Somos descubiertos por la Hermana María, que a pesar que su estatura (pues no supera el 1,40m.) nos echa un chorreo monumental por haber entrado en el convento sin su permiso.
De nada vale que le expliquemos que hemos llamando a la puerta varias veces y que no hubiera nadie para recibirnos aún habiendo llegado en horario de visita al Convento.
Tras ella, tres chicos catequistas siguen a la Hermana mientras nos miran de reojo con cara de circunstancias y advirtiéndonos que mejor no llevarle la contraria. Pedimos disculpas, intentamos ser amables pero sólo conseguimos que nos siga ladrando mientras yo me pregunto si nos va a encerrar en el cuarto oscuro o si nos va a obligar a flagelarnos como penitencia.
Me pregunto si la Hermana María nos va a encerrar en el cuarto oscuro o si nos va a obligar a flagelarnos como penitencia.
Tras pasar el momento de terror, nos unimos al grupo en el recorrido por el Convento construido para la meditación y recogimiento franciscano. Lo cierto es que a pesar de las explicaciones de la Hermana María a más revoluciones de las que mi cerebro puede llegar a procesar, el lugar es un festival para los amantes de la historia del arte: pinturas al fresco del siglo XVI y XVIII, una iglesia con tres tipos de bóvedas, abundantes esculturas y un retablo barroco de la escuela cusqueña, un techo mudéjar que quita el sentido y hasta un lienzo del Bosco que no puedo explicarme como pudo acabar en este Convento.

La experiencia místico-religioso-amenazadora bien merece una comida para relajarse, esta vez en Casa Gangotena, un elegante edificio en la Plaza de San Francisco, que antiguamente albergó un enorme mercado indígena al aire libre en la época prehispánica. Una buena opción en el centro histórico para degustar la gastronomía quiteña de mercado o tomarse un cóctel en su clásico y estiloso bar repleto de no menos estilosos quiteños de clase alta.

Es aquí cuando, tras dos semanas en tierras ecuatorianas, de Galápagos a Quito, asumo que toda mi vida he sido racista.
Llámale microrracismo o racismo aversivo, aquellos que no nos consideramos racistas pero empezamos nuestras frases con “yo no soy racista, pero…”.
Sí, cumplo con todos los requisitos. Mea culpa. Quiteños y galapagueños nada tienen que ver con los estereotipos que tenía en mi cabeza. El poder de la mente, que mal utilizado produce cortocircuitos que te hacen parecer una verdadera idiota.
El poder de la mente, que mal utilizado produce cortocircuitos que te hacen parecer una verdadera idiota.
En el caso de Galápagos, a pesar de lo turístico de las islas nos trataron con amabilidad y profesionalidad. No sólo conservan sus islas limpias sino que miman al turista esforzándose por contagiar su amor por el entorno en el que viven. Salvo la piratería de algún taxista, fuimos y nos sentimos tratados como reyes.
En Quito descubrimos gente trabajadora, humilde y servicial, además de una gastronomía exquisita y un interés sincero por mostrarte la cara amable de la ciudad de la ciudad.

Pero aún hay más, ¿quién dijo que todos los ecuatorianos son bajitos y morenitos? Más prejuicios que puedo desmontar. Conocimos a gente más blanca y más rubia que ha habido jamás en mi familia. Nada como este artículo para darnos cuenta de lo racista que es España en relación con América Latina: «España no se da cuenta de lo racista que es». Lección aprendida.
Nada como este artículo para darnos cuenta de lo racista que es España en relación con América Latina.
Otra curiosidad en esta ciudad es el mundo del taxi. Salvo el centro histórico, que es posible y recomendable recorrerlo a pie, moverte por Quito requiere de un vehículo.
La primera noche, para ir al restaurante Zazu, nos subimos y bajamos de hasta cinco taxis porque nadie conocía ni el restaurante ni la dirección. Quito es enorme, lo entiendo, pero si te doy todos los datos y coordenadas de Google Maps, ¿qué está fallando? Que nadie lleva móvil. O nadie tiene saldo para llamar al restaurante y pedir las referencias, y por supuesto nadie tiene GPS.
Lo gracioso, o desesperante según se mire, es que el taxista te pregunte si conoces el camino. Si tú, turista, no sabes moverte por la ciudad, al menos el taxista tiene la amabilidad de invitarte a que te bajes del vehículo porque no tiene ni idea de a dónde quieres ir. No te engaña.
Afortunadamente todo tiene final feliz. El día del concierto nos plantamos a las siete de la tarde frente a las puertas del Estadio Atahualpa y conseguimos dos entradas en la reventa para asistir al concierto de Bruno Mars y de mi compañero de mesa. Oh yeahhh, sin duda su segundo se llevó todos mis aplausos.

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