
A punto de cumplir dos años en República Dominicana, el lugar en el que más he resistido hasta el momento. Todo un récord para mí. Se admiten apuestas ¿cuánto más en el Caribe? Nunca se sabe, pero sea el tiempo que sea sé que me iré sin haber comprendido nada. Parece que la cultura caribeña me supera. El lugar donde hablan mentira y donde, a pesar de haber constantes cortes de luz, sirven siempre la cerveza bien fría. En verdad helada, como en ningún otro lugar del mundo.
Recuerdo la última vez que me alojé en el hotel El Embajador, el más emblemático de la capital. Le pregunté a la camarera del lobby-bar como era posible tener siempre las Presidente vestiditas de novia. A lo que me respondió que no pasa nada si se va la luz, que con el aire acondicionado las cervezas mantenían el frío, con el puro ambiente.

Quizás haya una anécdota que supere la anterior. Fue hace pocos días, en Boca Chica. Nos paramos a cenar en una pizzería de la que somos habituales justo a la hora en la que salen los mosquitos a pasear. Porque si algo caracteriza el Caribe en negativo son los insectos que pican a rabiar.
Si algo caracteriza el Caribe en negativo son los insectos que pican a rabiar
A la velocidad del rayo pido que me presten repelente de mosquitos, aunque demasiado tarde. La amable camarera me mira asombrada mientras exclama “¡mira, se está bañando con el producto!”. Siento algo de vergüenza por la cantidad que tomo prestada, pero a los cinco minutos tengo que volver a suplicar por un poco más de DEET.
Le digo, por disculparme, que los mosquitos se están cebando conmigo hoy. Le enseño la cantidad de mordeduras en mis extremidades. Sin pestañear me responde “esto es que tú tienes alergia a algo. Cómo va a haber mosquitos, si estamos al aire libre donde la brisa se los lleva. Yo no veo ninguno, mira, si hubiera mosquitos yo los vería”.
Observo su piel prieta. Sin lugar a dudas debe ser que a ella no le ha picado un mosquito en la vida.

Algo más embarazoso sucedió hace unas semanas. Estaba en unas de esas cenas de gala de gente guapa en Bávaro al final de la cual necesité ir al servicio de damas después de tomar demasiado alcohol.
Mientras me concentro en la evacuación no puedo dejar de escuchar el coro de gallinas que esperan turno en el tocador. Oigo que hablan de sus criaturas, de que si a uno le salen ya los dientes, que si el otro empieza ya a andar, que a mí ojalá me hagan dos de golpe, que si la abuela fuma. Así no hay quien miccione.
Estoy yo ahí aguantando el equilibrio encima de mis tacones y me pregunto a qué viene tal conversación un sábado por la noche después de una copiosa y deliciosa cena.
A la salida me encuentro caras conocidas que, entre risas, me preguntan que para cuándo mis churumbeles. No sé cuál de mis caras pongo para que una de ellas me agarre el brazo y muy seriamente me diga “que sepas que yo tolero a las mujeres que no tienen hijos, no te preocupes”. No se me ocurre nada más que desearle mucha suerte en su nuevo rol materno mientras saco mi barra de labios «Russian Red».
Otra de las cosas que jamás llegaré a entender es por qué nunca nadie te da las gracias. Da igual que les regales unas bragas usadas que un riñón. Nada, nunca me han dado las gracias. Tampoco dicen que no a nada.
Otra de las cosas que jamás llegaré a entender es por qué nunca nadie te da las gracias
Los caribeños son zalameros hasta la médula, saben lo que quieres oír y ellos saben qué te pueden sacar. Pero ojo, esto es como la cruzada que tengo con los chicos que embolsan la compra del supermercado. No gracias, no quiero que metas mi compra que cuesta ese riñón que me queda en tus fundas (bolsas de plástico).
No sólo porque siempre voy con mis bolsas recicladas, sino porque no consiento que utilices tres bolsas para meter sólo el pollo o que pongas los huevos en el carro y después le plantes la sandía encima. Tampoco necesito que me lleves el carro hasta el coche, en cambio te pagaría gustosamente para que me subieras la compra a casa, cosa que jamás sucederá. Y así es como esa sonrisa y esa amabilidad desaparecen en un instante.

También me sigue sorprendiendo la cara dura y la desfachatez que tienen algunos. Me pasó recientemente en Samaná. Nos paramos mi marido y yo en uno de estos puestos de fruta que hay siempre en la carretera. Preguntamos por el precio de los mangos y nos llevamos también un zapote. La chica nos dice que son 60 pesos, le doy un billete de 100 y justo llega el jefe.
Empieza a abrirnos zapotes para ver cuál está más maduro, que nos los llevemos todos. Le digo que no quiero más fruta, que estoy esperando el cambio, me debe Usted 40 pesos, Señor. No, no, es que la chica se equivocó, de repente todo suma cien.
Como ya me advirtieron, cuando oyen tu acento español todo sube exponencialmente de precio.

Le miro con cara de derrotada y le digo que por personas como él a veces pienso en largarme del país, “todo el día me están timando”. Lejos de enfadarse empieza su discurso de la pura verdad y de su buena cristiandad, aunque sea de doble rasero.
Por personas como él a veces pienso en largarme del país, constantemente me están timando
Honestamente, me cansa tener que pelearme todos los días y revivir la misma historia como si fuera el día de la marmota. No soy una persona especialmente paciente, lo reconozco, y es un problema para mí si quiero resistir y seguir viviendo en este país.
Lo recuerdo cada vez que voy a Ikea a recoger un artículo que nunca llega, y de eso hace casi dos años. No importa que siga pidiendo la devolución del importe «ahhhh, eso no es posible». Me miran como si tuviera un ataque de histeria y me dicen que ya llegará.

Poco antes del desencuentro con el frutero había estado una hora negociando la salida en barca a Playa Frontón. Justo cuando creía haber cerrado un precio justo, cuando ya me estoy poniendo crema solar y acomodando en mi lugar me salta el mercenario de turno y me dice que no, que me tiene que doblar el precio. Que hablan mentira no es una expresión, es una forma de vida.
Que hablan mentira no es una expresión, es una forma de vida
En cambio hay cosas que me enternecen y me devuelven la esperanza. El mes pasado celebramos La Hora del Planeta con un nutrido grupo de trabajadores. Compartimos, bailamos, bebimos y encendimos velas a favor del medio ambiente. A cambio, sólo teníamos que hacer públicamente una propuesta para apoyar un planeta más verde.
La mayoría de las intenciones fueron cosas del tipo no tirar las botellas de plástico por la ventanilla del coche, apagar las luces o el abanico (ventilador) cuando salieran de sus habitaciones, o tirar la basura en el zafacón (contenedor) en lugar de al suelo.

También me divierte cuando voy a hacer la compra al supermercado ver la sección de hieleras o neveras de playa. Hay algunas muy, pero que muy profesionales, con ruedas 4×4 cuyo tamaño se mide por cantidad de cervezas que caben en su interior.
Me encanta cuando veo las mesas para jugar al ajedrez, algo muy típico aquí. Los mayores, y también los más jóvenes, juegan en las calles o en las playas, un entretenimiento de los más sano para la mente.

Y hablando de playas, pues es que este lugar en el fondo sólo puede hacerme muy pero que muy feliz. Adoro sus playas. Siempre soñé con estar en una playa paradisíaca, sinónimo de playa desierta, sobre la arena blanca y bajo la sombra de una palmera. Pues de aquello que soñé, las playas dominicanas han superado con creces mis expectativas ofreciéndome algo que en mi amado Mediterráneo hace ya tiempo que no existe.

Zona de huracanes, de sol, de playas infinitas repletas de palmeras. Aquí se vive al son de la música, del ron y de sus gentes ardientes. Mezcla de razas y de lenguas, fruto de los avatares de la historia, del colonialismo, del imperialismo y de la política conservadora que alimenta el racismo, la jerarquía social y el machismo patriarcal.
Me encuentro a años luz de comprender la cultura del Caribe
No me cabe ninguna duda de que me encuentro a años luz de comprender la cultura caribeña precisamente porque no se corresponde a ningún paradigma ni a ninguna regla presestablecida. El cambio es la única constante en una región donde todo responde a la necesidad de resolver el día a día.
Tampoco responde a una identidad nacional sino a una realidad, la suya. Un mundo simbólico, mágico-religioso al que se aferran con todas sus fuerzas para dar sentido, quizás, a su existencia.

Recomiendo la lectura de estos dos interesantes artículos:
Conceptos (anti)esenciales sobre la identidad cultural dominicana y otras herejías políticas
La construcción de la identidad caribeña: la utopía inconclusa,
Fotografías: web «Bailes folklóricos RD».
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