
Nunca en la historia hemos tenido tanto acceso a la información y jamás estuvimos más desinformados. ¿De quién es la responsabilidad? Puede que del ciudadano o quizás de los medios que las publican, incluidas las redes sociales que actúan como meros vehículos transportadores de «información». Estamos en manos de los políticos, de los periodistas, de los difusores de información o de los programadores de los algoritmos de Facebook que deciden lo que nos gusta y lo que no.
Estas semanas mucho se ha hablado sobre la influencia de las redes sociales -y no de los medios de comunicación- en la victoria de Donald Trump en las elecciones norteamericanas. Y más interesante, aunque menos debatido, el deber moral del ciudadano a diferenciar lo que es real de lo que no. O acaso esta responsabilidad no deba recaer en quien lee sino en quien trasmite, o más aún, quizás el último culpable sea el recipiente dentro del cual se deposita la (des)información.

Como decía, este debate interesa sólo a unos pocos porque la masa social no va a dejarse en evidencia gratuitamente. No suele haber mucha coherencia entre lo que se dice y lo que se hace. La mayoría de nosotros compramos lo primero que nos venden las redes sociales o los propios medios de comunicación clásicos teniendo en cuenta que los periodistas cada vez pintan menos ¿Cuándo fue la última vez que compraste o leíste un periódico? Y más importante, ¿qué modelo de valores transmite la nueva manera de informar? Sin duda vivimos en una nueva sociedad, en una cultura de la tecnología y su influencia es mucho mayor de lo que pensamos independientemente de nuestra clase social, formación o lugar de nacimiento.

Una tarde lluviosa de domingo recordé que una buena amiga me había recomendado el documental Citizenfour sobre Edward Snowden. ¿Acaso alguien se acuerda de él? ¿alguien se pregunta dónde está o qué es de su vida? Mientras visionaba el documental me preguntaba por qué un chaval de 29 años (con un coco prodigioso, un sentido agudo del deber y defensor de la libertad como derecho propio del ser humano) se estaba jugando la vida por un puñado -en miles de millones- de ciudadanos del mundo despreocupados por su privacidad. El tipo se juega el cuello y a nadie parece importarle ser espiado las 24 horas del día. Todo lo contrario, incluso una servidora se expone cada vez más en las redes sociales, aún a sabiendas que todo lo que diga y todo lo que escriba quedará registrado y almacenado en algún lugar. Claro que la mayoría de los ciudadanos de a pie no nos preocupamos porque, sinceramente, pensamos que no tenemos nada que perder ¿a quién le puede interesar lo que yo piense?. Pero sería aplicar el reduccionismo a algo más complejo -casi metafísico- o tan sencillo a la vez como preguntarse quién dio permiso a los Señores que gobiernan el mundo a poner unas maquinitas que analizan todo lo que decimos y hacemos.

Porque estas maquinitas o programas existen y se llaman -por simplificarlo todo un poco- algoritmos, y puede que nos afecten más de lo que nos imaginamos. Las redes sociales nos dan lo que queremos, condicionan nuestras búsquedas, nuestros hábitos en función de por dónde hayamos navegado, las compras que hayamos realizado o los comentarios que hayamos hecho. Por eso, redes sociales como Facebook nunca nos defraudan, porque nos dan lo que nos gusta según nuestros «Likes». Y sobre todas las cosas, minimizan nuestra capacidad de pensamiento, exactamente como hacía el televisor no hace muchos años. Nuestras capacidades reflexivas disminuyen porque adormecen nuestro intelecto convirtiéndonos en simples receptores pasivos. Sus tentáculos son tan largos porque no se requiere ninguna habilidad especial para utilizar las redes sociales, y además son gratis. La cantidad de desinformación que generan es tan grande y su difusión tan rápida, que no hay tiempo para discernir lo que es real de lo que no, así que los algoritmos lo hacen por nosotros. Es, como ya es sabido, la manipulación de la realidad, o como prefiero llamarlo, la prostitución de la información.

Gracias a las nuevas tecnologías tenemos el mundo entero a tan sólo un clic desde nuestro teléfono móvil. Pero lo que tendría que ser una oportunidad para ser conscientes del mundo en el que vivimos, se ha vuelto en nuestra contra, porque con cada clic damos una indecente cantidad de información sobre nosotros mismos ¿A quién? Nadie se lo cuestiona. Quizás ha llegado el momento de tomar conciencia que lo que significa vivir en la red, a qué retos morales nos enfrentamos, qué responsabilidad personal y colectiva tenemos desde el momento en que formamos parte de esta maquinaria.
Desde la perspectiva de Edward Snowden, la intrusión de los gobiernos a nuestras conversaciones privadas no sólo es una violación de nuestra intimidad, lo cual es obvio, sino que se trata de la restricción personal que nos hacemos nosotros mismos a través de la autocensura.

Pensemos en historias trágicas como la de Alexandr Solzhenitsyn, un ciudadano ruso que luchó por su patria en la 2ª Guerra Mundial, nada más y nada menos. Siendo miembro del ejército, se le ocurrió la inocente idea de mandar una carta a un amigo suyo en la cual opinaba sobre la política stalinista. Dicha carta fue interceptada y como no fue del agrado del gobernante autoritario, le tocó al pobre Alexandr ser deportado a la Rusia Central a un conocido Campo de Concentración durante 11 años de su joven vida. Más allá de la proeza de sobrevivir a dicho castigo, me hace reflexionar sobre cómo la autocensura puede acabar con el debate y con la libertad de expresión. Claro que lo primero que se me ocurre decir es que eso no va conmigo, si no hago daño a nadie, si yo no soy nadie. Pero cómo cambiaría el cuento si en lugar de vivir en un país democrático cambiaran las tornas y nos gobernaran ególatras rusos, dictadores coreanos, fascistas franceses o populistas venezolanos. Y así puede que la autocensura sea entonces inevitable si pensamos lo sucedido al pobre Alexandr no hace tanto tiempo y que los gobiernos autoritarios siguen siendo contemporáneos. Yo, por si las moscas, mejor no doy nombres, porque aunque nos parezca mentira, esto nos puede suceder a simples e insignificantes mortales como nosotros. Alexandr nunca pensó que le podría suceder a él. Hoy puedo sentir que a mí no me va a pasar nada pero puede que mañana suba al poder cualquier sucedáneo de los anteriores y se acabó la fiesta.

La idea no es provocar paranoia social, ni ser alarmista, sería del todo contraproducente. La política del miedo sólo causa pánico, pero no por ello debemos mirar hacia otro lado. Es necesario tomar consciencia del mal uso que se está dando a esto que llamamos «progreso tecnológico» ¿Alguien recuerda los efectos de la bomba atómica? Es evidente que las nuevas tecnologías transforman el mundo y las relaciones interculturales, pero lo que no se puede hacer es perder de vista el debate ético y moral ante el poder de destrucción que suponen si son mal utilizadas, como parece evidente. Y no sólo hay que tener en cuenta que un mal gobernante puede utilizar la información que nos roba para manipularnos como sociedad. Al menos, los que vivimos en sociedades libres, tenemos el derecho a estar bien informados y la responsabilidad como ciudadanos de elegir qué es verdad y que no. ¿De verdad alguien se creyó que el Papa Francisco apoyaba públicamente a Trump?

El hombre es el único ser capaz de tomar decisiones, por lo tanto, el ser humano es el único que tiene consciencia de responsabilidad en tanto que es libre. Si nos quitan la libertad, se acabó el problema, porque sin libertad no tenemos ninguna responsabilidad sobre nuestros actos. Pero si en una sociedad democrática y teóricamente libre se nos permite decidir, creo adecuada la ocasión para decir que «tenemos lo que nos merecemos». Quizás lo que falte es un poco de coherencia entre lo que decimos y aquello que hacemos, especialmente en las urnas. Si utilizamos las nuevas tecnologías de la (des)información sin consciencia, la conclusión es que no pensamos en las consecuencias.
El filósofo Hans Jonas lo dejó muy claro: la responsabilidad es la consecuencia de la libertad humana, o dicho en otras palabras, la responsabilidad es el precio que pagamos para ser hombres libres. Los límites los ponemos cada uno de nosotros, así que después no vale quejarse.
Querida Laura, has acertado en la palabra para definir la situación actual. Vendemos nuestro cuerpo (nuestro intelecto, nuestros pensamientos, nuestras opiniones, nuestros gustos…) por un miserable dinero (comodidad, bienestar, egoísmo, relaciones, amistades, modas…) que, como no nos llega ni a fin de mes, queremos más y más. No sabes la cantidad de gente que desperdicia su vida al engancharse a Telecinco (y similares, aquí en España), con sus programas alienadores. El «pan y circo» de Roma es ahora «pan (mejor si es ecológico) y Telecinco». Así, nunca seremos libres. Y eso es lo que quieren los nuevos emperadores.
Lo más triste es que hay quienes han dejado de leer más allá de un titular, quienes han dejado de escuchar, quienes han dejado de pensar por sí mismos. Nos puede el egocentrismo y la vanidad, nos da pereza reflexionar sobre quienes somos y hacia dónde vamos. Nunca como ahora el hombre ha estado más perdido y desorientado, ni dicho tantas barbaridades. El progreso, mal utilizado, es una gran amenaza ante la ignorancia.
Sin duda, ya les conviene a «esos Señores» tenernos atontados, así no les molestamos.
Pero vamos a ser positivos, així que bon cap de setmana Boni!
Una abraçada.
Pues ahora solo daré likes a lo que no me gusta y no daré a lo que me gusta, pa liarlos! Que se jodan! un abrazote! Me encanta como reflexionas (aunque no le daré like, ya sabes… Soy un antisistema! )
Así me gusta Luís, coherente entre lo que dices y lo que haces, jajajajajaja!!!!
Gracis carinyet 😉
Ya lo anuncio Orwell en «1.984».
Pero lo grave es que nos gusta.
Pensar es trabajoso e implica comprometerse.
Pocas como tú, que nos dan collejas de consciencia.
Sigue. Mola.
Bssss
Y quien avisa no es traidor… El problema es que cada vez se lee menos, y claro, la gente no se entera 🙁
Gracias Juan, un abrazo de los grandes.