
¿Quién dijo que República Dominicana solamente es sol y playa? Nada más lejos de la realidad, quien no se distrae es porque le vence la pereza. Con un poquito de curiosidad y algo de tiempo para leer una encuentra mil cosas que hacer los fines de semana. Plan alternativo a una hora de Bávaro: Boca de Yuma.
Me ha costado casi un año darme cuenta, pero a la fuerza ahorcan. Que los fines de semana no empiecen los viernes a las tres de la tarde como estábamos acostumbrados en España no es excusa para quedarse otra vez en la playa. Porque hasta el mejor jamón cansa si lo comes todos los días.
Así pues, no sólo he repetido destino seis meses después de mi primera visita a este encantador pueblo de pescadores llamado Boca de Yuma, sino que he seguido descubriendo lugares nuevos y sorprendentes.

“La cura para el aburrimiento es la curiosidad. Para la curiosidad no existe cura”, Dorothy Parker.
Boca de Yuma es un pueblo de pescadores que ningún turista se molesta en conocer porque no tiene playa o, mejor dicho, carece de resort. Su nombre se debe al río que desemboca en la bahía y justo donde empieza el Parque Nacional del Este, famoso por sus islas Catalina, Catalinita y Saona.
Una de las muchas curiosidades se muestra nada más iniciar el camino desde la salida de la autopista. Te incorporas a la carretera que te habrá de llevar a Boca de Yuma y se descubre todo un universo ante ti: cómo viven las gentes que trabajan los campos de la caña de azúcar. No sólo los campos de la caña de azúcar impresionan con sus paisajes, sino el modo de vida de sus trabajadores y humildes familias -la mayoría haitianas- en condiciones a veces infrahumanas, sin electricidad ni agua corriente. Es una modalidad de esclavitud del siglo XXI.
Un punto del camino que me atrae siempre es el de las vías del tren por donde vagones transportan toneladas de caña de un lado a otro. Los niños juegan en la calle muchas veces descalzos y la basura convive al otro lado del arcén. Recomiendo el documental «El precio del azúcar» para entender qué mueve el negocio de la caña en este país. Y no por el qué sino más bien por el cómo (The price of sugar).

Antes de llegar nos detenemos en el pequeño pueblo de San Rafael de Yuma donde se puede visitar la casa museo de Juan Ponce de León. Este conquistador español y fundador de Santo Domingo construyó un caserón de estilo medieval en 1508, donde se instaló con su familia y desde donde planeó la conquista de Puerto Rico y de Florida (más información).
De ahí, unos kilómetros más de carretera nos llevan a Boca de Yuma, cuya primera parada es el muelle. Mejor preguntar a la gente local porque no está señalizado. Un bar abandonado sirve de parqueo. Se bajan unas escaleras bajo la enormidad de uno árboles que recuerdan a los de Avatar. Sólo la bajada ya impresiona. Así, nos encontramos con el río Yuma y un bote que, despacio, se acerca hasta el muelle. Es un chaval de apenas 15 años con la pesca del día. Nos explica que son pescados locales, Colirubia y Butu.

Uno se puede acercar hasta la antigua fortaleza española ahora transformada en parque desde donde las vistas quitan el sentido (me encanta el vocablo inglés que lo describe: breathtaking). Ahí revolotean siempre numerosos capitanes que son los mismos pescadores que han faenado por la mañana. Se ofrecen –previa negociación- a darte un paseo en barca por el río para disfrutar del paisaje y de su fauna además de acercarte hasta La Playita, virgen y solitaria para disfrute del turista. Otra opción es comer en uno de los numerosos restaurantes de la calle principal El Malecón.

Puede agobiar la insistencia de los dominicanos para que comas en su local, así que otra opción es un original italo-dominicano que tanto borda la pasta y las pizzas al horno de leña como los platos típicos dominicanos, especialmente los pescados, ya sean a la plancha, a la sal, fritos o con salsa de coco.
Las vistas desde todos los restaurantes son impresionantes, con el añadido de que desde El Arponero se observa el hoyo zumbador. Lamentablemente las dos veces que lo he visitado se parece poco al de las fotografías. Tanto es así que la primera vez negué en rotundo haberlo visto. Su particularidad reside en el hecho de que su playa conecta con el mar a través de una cueva subterránea. Los chavales juegan a tirarse desde la parte más alta, nada despreciable el esfuerzo. Sin embargo es habitual encontrar la orilla llena de basura, algo que le resta todo encanto.

Para bajar la comida, una opción es quedarse a reposar en la piscina del restaurante. Otra, menos aconsejable al atardecer porque te comen los mosquitos, es acercarse a la Cueva de Bernard. Esta cueva taina es absolutamente maravillosa. A cambio de las picaduras de mosquito, disfrutamos de la soledad de un lugar -previo pago de 100 pesos por cabeza- ante la atenta mirada de un guachimán que sin moverse de la silla nos alerta: «hay que fijarse en los carteles antes de seguir» dándose cuenta de que habíamos obviado el aviso del precio de la entrada al más puro estilo dominicano.

El silencio y la oscuridad dentro de la cueva son aterradores, pero vale realmente la pena. Uno puede imaginarse perfectamente cómo los indígenas tainos de la isla de la Española eligieron este lugar para vivir. Fuente de agua, zona refrigerada y reguardada de las lluvias tropicales. Un oasis para huir del calor.

Tras la experiencia en Boca de Yuma, me reservo para otro día una escapada para visitar el Parque Nacional del Este, uno de los más importantes y extensos del país y que goza de una gran biodiversidad. Y si a alguien se le hace corto el día, recomiendo encarecidamente regresar a Bávaro por Higüey y visitar la no menos espectacular basílica. La polémica está servida.

Así pues, ¿quién dijo que vivir todo el año en un resort caribeño era aburrido?
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