
Hay ciudades icónicas que traspasan los límites de la realidad. Nueva York, la Gran Manzana, la ciudad que nunca duerme, la verdadera capital de América, no te puedes morir sin ir a Nueva York una vez en la vida, y así un largo etcétera de tópicos que no siempre se cumplen. Sin duda nadie queda indiferente cuando llega a la ciudad más famosa del mundo. “Si voy a morir, que sea en Manhattan” decía Pete Campbell, el publicista de Mad Men. La sensación más habitual es sentirse familiarizado con todo lo que se ve, todo se ha visto antes, todos tenemos una sensación de déjà vu en algún momento porque todo lo hemos visto antes: en el cine.

Pero qué pasa cuando vuelves no una, sino tres veces: que ya nada es igual. Ya no te dejas impresionar tan fácilmente y dejas de mirar hacia arriba para buscar otro tipo de cosas. Ya no subes al Empire State, no vas a ver la Estatua de la Libertad ni se te ocurre dejarte caer por Times Square. Pero haces otras cosas como alquilar un coche en el aeropuerto JFK para llegar a Manhattan cruzando su icónico puente al atardecer, descubriendo paso a paso la archiconocida silueta de los no menos conocidos rascacielos -incluso la nueva Freedom Tower o One World Trade Center– reconociendo el Chrysler Building, entre todos el más bello.

En esta ocasión no me he alojado en uno de los miles hoteles repartidos por la ciudad, sino que contacté con Paul quien tiene un fantástico apartamento en uno de mis barrios favoritos en Manhattan: Nolita, a rebosar de pequeñas tiendecitas, cafés y restaurantes. Pero primer mito caído, la ciudad duerme, especialmente entre semana. Por un lado me siento afortunada, pues jamás pude entrar antes en el Café Habana. Un miércoles a las diez de la noche no hay colas que den la vuelta a la manzana y por fin cumplo mi sueño de sentarme a tomar un margarita y degustar las famosas Grilled Corn Mexican Style, aunque como siempre que llego con grandes expectativas me defraudan. Lo mismo ocurre cuando apuro mi Negra Modelo y salgo en busca de un bar para tomar una última copa en el barrio, pero parece que ya todos están cerrando. Mala suerte. Lo que ya no sé si es cuestión de azar es escuchar cómo las camareras cantan y bailan la canción que suena en el Café, “Y si te invito a una copa, y me acerco a tu boca…” del mismísimo Romeo, el rey de las bachatas en República Dominicana y en el más allá. Por unos instantes mis músculos se paralizan y pienso si es una broma de mal gusto.

Por una vez me siento protagonista de mi propia película en Nueva York, entrando y saliendo de mi nuevo piso temporal de apenas 40 metros cuadrados, con ventanas indiscretas que asoman a la habitación de los vecinos de enfrente. No me molesto en cerrar o abrir las cortinas: si veo cómo cocina el dueño del tercero en calzoncillos no creo que se preocupe por ver cómo salgo de la ducha. El baño es demasiado pequeño como para cerrar la puerta. Tampoco me importa dormir con el sonido de las sirenas, auténtica banda sonora de la ciudad. Acabo cada noche tan agotada que duermo como un lirón. Me encanta amanecer observando los rayos del sol iluminando los ladrillos rojos del edificio de la esquina, hasta me emociono al ver todas las mañanas a la misma mujer china colocando los souvenirs en su puestecito enfrente de mi portal. Con lo que no me emociono tanto es con la nula interacción con mis vecinos circunstanciales. Ya me advirtió Paul que raramente habla con alguien del edificio, y que si alguno pregunta quiénes somos digamos que somos unos amigos que están de visita en la ciudad, aunque duda que alguien nos dirija la palabra. Y efectivamente, siempre oí que en Nueva York uno nunca conoce a sus vecinos, ahora puedo afirmarlo.

Por momentos finjo ser neoyorkina, mezclándome a las 6:30 de la mañana con los que madrugan para correr por las calles de Manhattan, con la vecina que sale con su uniforme de enfermera a trabajar y sorteando los primeros camiones de carga y descarga. Prescindo de mapas o guías, camino deprisa y tomo taxis en lugar del metro. Sin embargo, miro a mi alrededor y dudo que haya un solo neoyorkino en la ciudad; la mezcla cultural (y genética) es asombrosa, y es más fácil oír hablar español que inglés. Otra lección aprendida es que los taxistas de la ciudad siguen siendo inmigrantes con acento indio que nunca saben llegar a las calles a la primera, y al contrario, tomar un Uber es mucho más económico, cambias a un indio por un chino y éste se maneja mejor con el Maps. Eso sí, especialmente de noche, al salir del restaurante de moda es mejor agudizar la vista para descifrar matrículas porque las colas de clientes ahora esperan móvil en mano a que llegue su chófer; ya no se levanta la mano ni nadie discute por entrar en el único taxi libre un sábado por la noche.

Reinaldo Arenas decía que “Nueva York no tiene una tradición, no tiene una historia; no puede haber historia donde no existen recuerdos a los cuales aferrarse, porque la misma ciudad está en constante cambio, en constante construcción y derrumbe para levantar nuevos edificios”. Sin duda son muchos los que consideran a Nueva York la ciudad sin alma, una megalópolis donde apenas quedan neoyorkinos, relegada a un exquisito escaparate para delirio de los miles de turistas que la visitan a diario. Hay románticas como yo que buscamos la quinta esencia de la sociedad neoyorkina como si estuviéramos escribiendo el último guión de Woody Allen, o nos imaginamos a Carrie Bradshaw caminando por el mismo asfalto que yo subida a sus Manolo’s mientras pienso que las aceras de la gran ciudad dejan mucho que desear. Porque es algo que no se aprecia en las películas de Hollywood: el olor de las calles y el asfalto viejo agujereado como un queso gruyère que destroza mis recién estrenados tacones. Nueva York no representa una ciudad del siglo XXI a pesar de seguir siendo considerada por muchos la capital del mundo. Si uno piensa en las calles europeas, casi siempre impecables y bien iluminadas, hasta con el romanticismo de sus farolas decimonónicas, pasear por la Gran Manzana en plena noche puede ser una temeridad si los carteles de los grandes comercios o las luces de las oficinas no están encendidas. Por no hablar de las montañas de basura que se acumulan sobre las aceras a la espera de ser recogidas, más aún si se trata de la parte trasera de un restaurante o si coincide tu estancia con el Little Italy Street Festival con motivo de la festividad de San Gennaro.
Cuando se visita Nueva York siempre tiene uno la sensación de que va a tener que volver una y mil veces para verlo todo, y es cierto. Esta ciudad se reinventa una y otra vez, aunque en mi humilde opinión las expectativas en esta ciudad se me antojan desproporcionadas. Nueva York no es una ciudad moderna, es el icono de la ciudad del siglo XX, pero ha sido sobrepasada por otras como Tokyo (no es un dato objetivo, es mi debilidad) o las grandes ciudades asiáticas. No hay más que ver el estado de las calles y de los edificios para darse cuenta de que ya tiene sus años. Las zonas industriales como Meatpacking District, los muelles de Chelsea o el barrio de Hell’s Kitchen se reinventan para poder ofrecer algo más al público. Ocurre lo mismo con Brooklyn, el nuevo Manhattan, donde aún es posible encontrar barrios alternativos como Williamsburg. Y aunque me encanta pasear por estos barrios no deja de ser una fórmula mil veces vista. Como el Chelsea Market, un espacio industrial reconvertido en docenas de tiendas y restaurantes “to go”, con apenas un par de mesas por local y que obliga a los usuarios a comer en la calle o en el suelo si no tienen la fortuna de encontrar un asiento libre en Highline Park, un original parque elevado construido sobre unas antiguas vías de tren.

Lo más curioso es ver el comportamiento de los locales en este tipo de ambientes los fines de semana: los cafés ofrecen un desayuno que se me antoja es el mismo menú que el de los días laborables. La diferencia es la etiqueta brunch y su horario -empiezan y acaban un poco más tarde- y que las colas son eternas. El domingo por la mañana decido probar uno de estos brunch: zumo natural de manzana, zanahoria y jengibre, huevos benedict y café con leche (otro tema que da para un post entero). Ahí me doy cuenta de cómo se vive en Nueva York: están acostumbrados a las largas colas para absolutamente cualquier cosa, no tienen consciencia de lo que significa “espacio vital”, no se molestan por tener que desayunar con unos extraños en una mesa que está a escasos cinco centímetros de la de al lado mientras compartes confidencias con tu pareja, no parece importarle a nadie pagar ocho dólares por un café de calcetín en la cafetería más in, ni sienten el olor nauseabundo de sus propias calles. Acabo de comprender que hay más demanda que oferta en esta incansable ciudad. Otra de las cosas en las que pienso en mis treinta minutos de espera para desayunar en el café Egg Shop es que Nueva York es la ciudad de los emprendedores en mayúsculas. Descubro a una docena de ciclistas que se dedican a recoger los pedidos de sus clientes para llevarles a casa unos huevos recién hechos. Se trata de Doordash, llamas y te traen el pedido (sea cual sea y de donde sea) a la puerta de tu casa sin necesidad de quitarte el pijama y soportar las colas en la calle.

Quizás cuando has viajado tanto y has visto tantas ciudades ya no te sorprendes como la primera vez. Las expectativas también cambian, incluso las prioridades. Eliges un buen museo, un buen restaurante, un par de buenos espectáculos y aprovechas para hacer unas compras. Recomiendo el musical Paramour del Cirque du Soleil en The Lyric Theatre, tanto por la calidad de la obra como por la fortuna de haber tenido de vecino de butaca a un neoyorkino de verdad que me invita a caramelos (recién traídos de Londres) y un enamorado de España; no sólo me cuenta que va a repetir destino para conocer Barcelona, sino que aprovecha el descanso para demostrar su nivel de español. Sin duda, lo que nunca defrauda es un buen espectáculo en Broadway, sea por el motivo que sea, salvo por ver cómo la gente ha perdido el respeto por las antiguas salas. Una de las decepciones más grandes cada vez que voy al teatro es ver cómo ya nadie se arregla para presenciar una buena función. Los miles de turistas no se molestan en pasar por el hotel a cambiarse de ropa, entran en las salas con sus compras, sus flip flops y su pantalones cortos sin ningún atisbo de vergüenza. Me parece una lástima no imponer un mínimo de rigor estético. Las grandes y pequeñas salas, los actores y demás espectadores merecemos un poco más de romanticismo por el arte. Y en el caso extremo, la excesiva sofisticación de los restaurantes de moda que se venden con un espectacular envoltorio y precios astronómicos pero cuyo contenido está también mil veces visto. La mejor cena resulta ser -a la salida del teatro- en un improvisado y minúsculo restaurante japonés seguido de una copa en el bar de al lado con una banda de rock en directo. Es el placer de las pequeñas cosas.

Sin duda la ciudad de Nueva York merece no una visita, sino toda una vida. Pero he de reconocer que nada es como parece. Para conocer Manhattan más allá del escaparate hay que callejear, hay que meterse en una peluquería de barrio elegida por azar y entablar conversación con un japonés de Nagasaki emigrado hace 20 años y que aún no se le entiende cuando habla en inglés. Hay que provocar que pasen cosas fuera del filtro turístico, porque yo soy de las que creen que esta ciudad sí tiene alma, sólo que hay que descubrirla.

El regreso a casa lo hago en un vuelo repleto de turistas americanos dispuestos a disfrutar de unas fabulosas vacaciones en Punta Cana. Aplauden cuando aterriza el avión, degustan los chupitos de ron antes de salir del aeropuerto, y alguno hace ya sus primeras compras del licor que los va a llevar a la perdición en los próximos quince días. El ambiente es festivo incluso en la cola de migración y control de pasaportes, hasta el guardia de seguridad nos incita a realizar una carrera para ver cuál de las dos ventanillas es la más rápida. Es la ventaja de vivir en un país caribeño como Dominicana, su escaparate será más pobre, pero siempre hay un buen motivo para sonreír.
¡Qué vida más triste! Siempre de aquí para allá… (modo ironía ON)
Eso digo yo, qué vida más perra… ¡jajajajajajajaja!!!!!
Boni, això és un «sinvivir» 😉
Bsssss
Me encanta NY! Mis must do;
1 barco a Long Island pasando por delante de la Estatua de la Libertad ( Y es gratis!). 2 Una bagel de pastrami! Yummy! 3 Shopping en Shepora o unos cuantos productos Clinique, qué para eso están sus productos a mitad de precio que en Europa. 4 Y como es una ciudad para caminar y perderse entre sus calles, un buen par de zapatillas deportivas….imprescindibles!
Yo tengo muchas ganas de volver, siempre sabe a poco y siempre quieres más NY! Igual el año próximo nos toca tour por los EEUU :-p xx
Planazo Flora, ¡nunca tienes una mala idea!
Lo primero que hice al llegar fue comprarme unas zapatillas bien molonas, 523 Broadway, apunta, «Lady Foot Locker» 😉
El barco a Long Island lo he pillado ya dos veces, en pleno invierno, otra experiencia única, jajajajajajaja…
Compras… no me hagas hablar, lo he obviado expresamente en el blog, no sabes qué precariedad en Dominicana…
Cambio el bagel por un hot-dog callejero, delicious!
Let me know si pasas por aquí 😉
Bunch of kisses dear!
xx