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LAURA SARGANTANA

Coach Personal y Profesional, Equipos y Liderazgo

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Mis queridos dominicanos

21 agosto, 2019 / by Sargantana / Deja un comentario

https://laurasargantana.com/podcast-player/13624/mis-queridos-dominicanos.mp3

Descargar archivo | Reproducir en una nueva ventana | Duración: 00:12:42

He decidido que voy a regalar ejemplares de Queridos mallorquines a mis amigas dominicanas. Este libro empieza así: «Llevo muchos años viviendo en Mallorca y he de reconocer que todavía me cuesta entender algunas de las reacciones de sus habitantes.» Y es que algo así siento yo después de tres años viviendo en la República Dominicana: sé que me iré de aquí sin haber entendido nada.

Este libro es un análisis irónico de las costumbres y manera de ser de los mallorquines «que responden a una sabia manera de vivir, calmada y placentera, y que están corriendo el peligro de irse tontamente al garete.» No es un manual para los turistas, sino para los que extranjeros (y otros españoles llegados desde la península) que deciden mudarse a vivir a nuestra singular isla.

Es verdad, no somos gente fácil y tenemos una coraza protectora que demuestra nuestro carácter típicamente isleño, es decir, desconfiado. Somos discretos, de hecho jamás adivinarías que aquellas personas con aspecto de campo y de vestimenta humilde puedan ser los dueños de los grandes imperios hoteleros.

Mallorca

Por eso no nos gusta la gente que habla de más y desconfiamos que quienes no cumplen su palabra. Somos tranquilos, nos gusta la calma (por algo Mallorca es conocida como la isla de la calma) y no abrimos nuestras puertas de par en par hasta que no conocemos a fondo a alguien. Con esta descripción es fácil entender por qué me cuesta tanto entender y adaptarme a la sociedad dominicana tan apegada al brilli-brilli, a los colores llamativos y al ruido en general. Parece que el destino me esté poniendo a prueba.

Hablar de las diferencias entre mallorquines y el resto de los españoles ya daría para escribir muchos libros. Pero esa es otra historia. Porque a pesar de la invasión mallorquina en la explotación hotelera del Caribe dominicano, somos muchos los españoles que residimos en esta isla que —otro paralelismo con Mallorca— te atrapa o te mata.

No es nada extraño que los españoles que vivimos en el extranjero nos reunamos para compartir tiempo de ocio que básicamente se reduce a comer y beber. Y no es menos extraño que acabemos siempre criticando todo aquello que no nos gusta del lugar que nos acoge. Ya sea en Qatar, en la China o en la República Dominicana, siempre acabamos hablando de lo mismo: de lo mal que lo hacen todo los “otros”.

Quizás esté equivocada, pero me imagino a la comunidad dominicana en Nueva York o en Madrid haciendo lo mismo: quejándose de las estrictas reglas y de todo lo que está absolutamente prohibido, de cómo echan de menos un buen sancocho y cagándose del maldito frío seis meses al año. Quiero pensar que echan en falta una Presidente vestidita de novia en el colmadón de la esquina y el bendito clima constante todo el año que no hace que te tengas que quedar encerrado todo un fin de semana en casa por culpa de la nieve.

Pero en la isla de la Española sucede que dominicanos y españoles convivimos, intimamos más que en ningún otro sitio. Lo habitual es que en tu grupo de amigos la mayoría de las parejas sean mixtas. Y claro, tú sigues largando sin caer en la cuenta que la dominicana que está a tu lado se tiene que morder la lengua para no decirte “si no te gusta mi país puedes volver por donde has llegado”. Y con toda la razón del mundo.

Yo misma he recibido alguna que otra crítica por algún post mordaz en el que he “herido” el orgullo dominicano. Y es algo que quiero comprender. Porque siento que todos tenemos por derecho propio la libertad de expresar cómo nos sentimos en cada momento —siempre y cuando se haga con el debido respeto— sólo que creo que hay quien tiene la piel muy fina. Cosas de las emociones y eso de los sentimientos.

Soy mallorquina, he vivido rodeada de alemanes toda la vida, y no sólo por el turismo. Trabajé 10 años en una empresa alemana llamada Volkswagen y atendí a muchos clientes germanos. La anécdota más divertida que recuerdo fue cuando un cliente alemán –a quien atendía en inglés- me exigía que le hablara en su idioma teutón por tratarse de una compañía alemana, a lo que —no muy amablemente, por cierto, cosas de la juventud— le repliqué si esperaba que le atendieran en japonés en el concesionario Toyota de al lado.

Aunque mi primera experiencia con los avanzados e inteligentes alemanes fue cuando yo tendría no más de cinco o seis años. Mi padre encontró una cartera llena de pesetas (miles de pesetas). No recuerdo cómo, pero mi padre consiguió contactar con el dueño, alemán. Éste vino personalmente a casa a recogerla con su mujer y su hijo. Siendo nosotros una familia humilde (y numerosa) recuerdo haber esperado con ansia que una familia alemana nos visitara. Como si se tratara de los preparativos para impresionar a los visitantes estadounidenses en un pequeño pueblo castellano en Bienvenido, Mister Marshall.

Yo era muy pequeña, así que puede que haya distorsionado en mi memoria lo que sucedió realmente. Pero en mi recuerdo queda la humildad de mi padre entregando la cartera a su dueño sin hablar, ni uno ni el otro, el idioma extranjero más que por señas, así como la mirada de incredulidad —y posterior sorpresa del alemán— al ver que no faltaba en la billetera ni una sola peseta.

No sé de qué hablarían, pero sentí en ese momento que los estereotipos de una sociedad a veces tienen raras excepciones. Mi padre no fue el típico ladronzuelo español que un alemán esperaría encontrar durante sus vacaciones en el país que inventó la picaresca.

Hace unas semanas compartimos mi marido y yo un maravilloso fin de semana con una de estas parejas mixtas, tres mallorquines y una dominicana. Cenando alegremente, margarita en mano, nos hizo una revelación: “Los españoles son muy duros con ustedes mismos”. Lo decía una mujer inteligente, culta, viajada, había visitado recientemente nuestro país y era asidua oyente de nuestro programa de radio favorito “La Cultureta”. Nos explicaba que no entendía por qué los españoles éramos tan exigentes y cínicos con nosotros mismos, cómo era posible ser tan hirientes y tan críticos con todo lo que nos rodea.

Explicaba que un dominicano jamás podría hablar mal de su país, el orgullo dominicano estaba por encima de todas las cosas. En cambio, un español no deja títere con cabeza. «Y así somos», le repliqué, «es por eso que no nos ofende cuando se meten con nosotros, porque ya lo hemos hecho nosotros antes». Y es por eso que no comprendo cómo pueden mis descripciones de lo que vivo en su país cuando yo me río constantemente de mí misma. Es lo que tiene la barrera cultural, que cada día aprendemos algo ¿no es maravilloso?

Así fue como le expliqué a esta mujer que incluso los mallorquines hemos creado nuestro personaje Klaus Kartoffel a través de nuestro cómico de cabecera, Agustín El Casta. Imita a un alemán que viene a vivir a la isla y describe su intento de adaptarse a nuestras costumbres. Y nos reímos todos a carcajadas. No nos ofendemos cuando los alemanes critican nuestra natural improvisación. Tampoco me ofende cuando me “recriminan” esa facilidad para dormir la siesta. La ciencia ha demostrado que tiene propiedades terapéuticas y que debería ser obligatorio para todo el mundo. Tampoco me ofendo cuando hablan del mal humor de los camareros en los restaurantes. Es más, les doy la razón.

Tampoco me ofendía cuando viajaba por trabajo por Europa y en las cenas siempre salía la misma pregunta ¿Cómo lo hacéis los españoles para salir tanto, beber tanto y dormir tan poco? ¿Cómo es posible que cenemos a las 10 de la noche y estemos a las 8 de la mañana en la oficina? ¿no trabajamos? ¿no  dormimos? ¿cómo es eso posible? (Léase todo lo anterior con tono de total incredulidad y sustitúyase por vagos, borrachos y fiesteros).

Quizás en algún momento haya envidiado ese orgullo dominicano por su pueblo y por su país, como he envidiado en el pasado el chovinismo francés. Pero cuanto más viajo más me doy cuenta de que en realidad todas estas particularidades son las que nos hacen únicos. Distingues a un español a la legua aunque estés en la otra parte del planeta. Cuando se juntan más de dos españoles hacemos más ruido que una familia completa dominicana. Detestamos a los van por el mundo creyendo que van a conquistar América y aún más a los cuñados sabelotodo. Nos despellejamos incluso en las cenas de Nochebuena, la más sagrada de todas las noches. Nos juntamos en familia para las grandes ocasiones y a la que llevamos dos copas volvemos a la carga. Somos críticos por naturaleza, tenemos callo.

Pero voy a seguir defendiendo mi libertad de expresión para describir lo que siento viviendo en este maravilloso país, aunque para ello siga ofendiendo a más de uno. Quiero que comprendan que a pesar de mis críticas, sigo pensando que este país es el mejor lugar en el que he estado. Que es un paraíso por su clima, por su exuberante naturaleza, por su ron, por sus playas y por su gente.

Sin embargo, no voy a dejar de lado mi espíritu crítico, ni voy a ignorar ciertas líneas rojas como la seguridad vial. No puede ser que salir a la carretera todos los días sea como el juego macabro de la ruleta rusa. No quiero ignorar la costumbre de abandonar los residuos en las calles y las montañas de basura y plásticos en las playas. No voy a sucumbir a la fea costumbre de no reciclar. Ni voy a dejar de criticar el lamentable estado de la educación y la sanidad públicas cuando existe una concentración de riqueza apabullante en la isla. Y es que la sociedad dominicana está completamente polarizada, pues para que haya ricos tiene que haber muchos pobres, siendo este un país abundante en recursos naturales y un sector turístico en alza.

Hay algunas cosas que están por encima de las particularidades locales. Falta educación, faltan inversiones públicas y sobra corrupción. Pero vivimos en un mundo global, vivimos interconectados, los flujos migratorios no cesan y estamos condenados, todos, a convivir en sociedad. Por el bien común, por el bien global y por un futuro sostenible —si es que estamos a tiempo— permitámonos aprender el uno del otro en lugar de seguir poniendo barreras por el gusto de fastidiar o por puro egoísmo.

Publicado en: Expatriados Etiquetado como: adaptación, Costumbres, españoles en el extranjero, Españoles en República Dominicana, expatriados, experiencias, Vivir en República Dominicana

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