
Qué poca sangre tienen los cancunenses para vender. Guardo todas las tarjetas de los comerciales que me tienen que mandar presupuesto, aún habiendo mostrado interés en comprar. Ya es puro fetichismo, pues pasados dos meses mi teléfono sigue sin sonar. Después de haber dedicado toda mi vida laboral al mundo comercial, me pregunto a qué se dedican realmente los vendedores en general y en Cancún en particular, desde los que simulan vender artículos para el hogar, líneas telefónicas, incluso coches o casas. Sinceramente, me cuesta empatizar.
Mi intuición y mi propia experiencia personal tras un par de meses en Cancún me dicen dos cosas: mienten por naturaleza y son más bien de tendencia vaga. Pero la curiosidad me impide quedarme con tal generalización e intento entender por qué actúan así, qué ausencia de motivación tienen y por qué les importa tan poco quedar mal con aquel que tiene la sana intención de gastarse el dinero en un servicio. Quizás tenga que ver con que Cancún era un enorme manglar en los años 70 y ahora, con casi 800 mil habitantes, se ha convertido en uno de los destinos turísticos más importantes del mundo. Cancún es caribeña y a la vez cosmopolita, todo tiene su ritmo, pero los occidentales -como no podía ser de otra manera- nos desesperamos. Es un lugar de grandes contrastes sociales y económicos, la opulencia del turismo de lujo y de los nuevos ricos como antítesis de la pobreza del grueso de la población local. Mezcla de nacionalidades y gentes venidas de todas las regiones de México debido a la oferta laboral en un lugar que no para de crecer. Una película mil veces contada.

Visto así, uno puede entender que no haya cultura empresarial y poca o nula motivación en jornadas laborales de doce o catorce horas por sueldos miserables. La cuestión es cómo hacer que funcione la sinergia entre los problemas reales de las clases menos favorecidas con las exigencias de los extranjeros y otros mexicanos que llegan a Cancún para instalarse. Una convivencia complicada como ocurre en cualquier choque de culturas. Un conflicto entre dos mundos, entre tus expectativas y la realidad.
Hable con quien hable, a todos nos cuesta empatizar porque a nosotros también nos cuesta asumir que el tiempo ya no es oro. Como me contaba una de las pocas personas de origen maya con la que puedo hablar de estas cosas: aquí cuando quedas con alguien nunca sabes si va a venir. Puedes quedar para comer y acabarás pensando que te has equivocado de día. Hasta en una boda -me contaba- el capellán decidió empezar a celebrar la misa en ausencia de la novia cansado de esperar. Me lo contaba también Javier, un valenciano afincado en Cancún. Él y su mujer no tienen amigos mexicanos porque se han cansado de los plantones en los restaurantes. Siempre acaban comiendo solos.
Y así transcurren los días en plena mudanza, todo el día pendiente de si vendrán o no a traerme las cosas que con tanto esfuerzo -en tiempo, dinero y paciencia- me ha costado comprar.

Lo más habitual que me he encontrado al pedir información es llevarme la tarjeta del establecimiento de turno y ya si eso lo miro en internet. La primera vez ocurrió al entrar en un centro de belleza, quería saber qué servicios ofrecían y a qué precio. Después de cinco meses en Nueva Zelanda necesitaba realmente depilarme. Lo más que me llevé fue un trozo de papel arrancado de una libreta y la dirección de su página web donde me indicaron que podía consultar todos sus servicios. Por supuesto, nada más salir lo tiré. Qué tipo de servicio podía esperar de un lugar así. Pero pronto me di cuenta que no debía ser tan exigente. En la tienda de bricolaje y electrodomésticos The Home Depot buscaba un lavavajillas que no encontraba en ninguna tienda. Un amable vendedor consultó a una compañera y de vuelta me informó que no tenían ese artículo en stock pero que podía consultar en su página web los modelos disponibles y encargarlo pues sólo sirven bajo pedido. Por supuesto tampoco supo darme precios.
Acabé comprando un lavavajillas en Telebodega, la tienda donde puedes encontrar prácticamente de todo a precios muy económicos. Cualquiera pensaría que ahorran en personal para ser competitivos con los precios, pero en realidad es todo lo contrario porque es un lugar de reunión social entre empleados y sus amigos. Lo que cuesta es que te atiendan, pues su tendencia es (como en la mayoría de los comercios que frecuento) esconderse para que nadie les moleste mientras están ocupados con sus teléfonos móviles. Para muestra una imagen de esta misma tarde cuando pagaba mi producto. Qué mejor lugar para relajarse que la sección “colchones”. Resulta muy violento en tales circunstancias tener que molestarlos para que me hagan un poco de caso.

Más agradable fue Ninfa, la chica de confianza que mi amiga Virginia me mandó para que limpiara en casa. Quedamos a las 8,30 de la mañana, pero a esa hora recibí un simpático mensaje que decía “me quedé dormida por el frío, pero ya estoy saliendo de mi casa”. Adorable, ¿cómo enojarme?

Otra característica frecuente cuando compras muebles o electrodomésticos es que tengas que contratar el montaje a parte, aunque lo hagan ellos. Es decir, un señor te entrega la mercancía a domicilio, pero después hay que llamar al montador de la misma empresa porque parece ser que nunca viajan juntos. Me sucedió con mi nueva mesa de oficina. Pago la mesa y solicito el servicio del montador. Como también es habitual, me apuntan en un trozo de papel el teléfono del montador para que le llame yo y solicite el servicio. Pregunto cuánto va a costarme el montaje, pero dicen no saber las tarifas. Por más que llame nadie me contesta. Hay dos cajas en el suelo de mi apartamento y no puedo esperar a tener mi despacho montado para empezar a trabajar. Sigo llamando al mismo número, pero nadie al otro lado. Decido llamar a la tienda, pero resulta que el teléfono que aparece en la factura corresponde a la central de OfficeMax. Me atienden y vuelvo a reclamar el servicio de montaje, comprueban mi artículo de compra y, por fin, me avisan que va a costarme 200 pesos. Me ponen en contacto con el gerente de la tienda quien me recuerda que el servicio tiene un costo de 200 pesos, al tiempo que me pasa con el montador quien curiosamente se encuentra en la tienda. A Jorge, que así se llama el escurridizo muchacho, me vuelve a solicitar qué tipo de escritorio es el que tiene que montar. “Bien, serán 250 pesos Señora”. “No –le digo- este servicio cuesta 200 pesos”. “No Señora” –me repite- “le habrán informado mal, son 250 pesos, pero está bien, 200 pesos está bien”. Como he aprendido a no discutir, cuento hasta diez y le pregunto cuándo podrá venir. En dos días. “Ni hablar” –respondo enojada a sabiendas de que está escondido dentro de un cajón para que nadie le encuentre- “necesito el servicio para ya mismo”. “Entonces tendrá que ser mañana”. No hay nada como apretarles un poco, he ganado un día. “Mañana a primera hora” dice, y le pregunto qué es para él “primera hora”. Sorprendentemente me dice que a las 8 de la mañana. “Estupendo”, le digo, “aquí le espero”. Tras darle mi dirección me dice que no sabe cómo llegar, que si puedo ir a buscarle. No doy crédito. Vivo al lado de la tienda, a menos de cinco minutos. “Sinceramente Señora, no sé llegar”. Vuelvo a contar hasta diez. De acuerdo, decido que le recogeré en la puerta de la tienda, todo sea por mi nuevo escritorio. “Que sean ocho, ocho y media”, me contesta. “No, o quedamos a las ocho o a las ocho y media, aclárese”, ya mi tono de voz muestra impaciencia. “Bien, pues que sea a las ocho y media”.
Nada más colgar el teléfono decido que le voy a dar plantón, prefiero pelearme con las diez páginas de ensamblaje que perder mis nervios ante un personaje que dudo mucho que mañana salga de la cama para ir a trabajar. “Sinceramente Jorge, no lo veo”, pero eso sólo lo pienso, no se lo digo.

Así que con el orgullo que me caracteriza decido invertir la tarde en montar mi nuevo y flamante escritorio. Ikea me ha proporcionado un buen entrenamiento en esto de montar muebles, no veo por qué no voy a ser capaz de hacerlo yo solita y darme la satisfacción de tener las cosas cuando yo quiera sin depender de nadie. Con lo que no contaba era con abrir las cajas de mi nuevo escritorio y encontrarme con nada más y nada menos que con 197 tornillos, dos llaves allen y un pequeño destornillador. Por momentos siento sudores fríos, dudo de mí misma y maldigo mi arrogancia. Al fin y al cabo, 250 pesos no son más que 12 euros al cambio ¿por qué seré tan tozuda? Pero las dudas desaparecen en cuestión de segundos porque las ganas de instalar mi rincón de pensar me pueden. Así es como tras cuatro horas de duro trabajo y ampollas en las manos de tanto atornillar con una herramienta del Todo a Cien, me digo a mí misma que soy la leche. Es la recompensa personal de demostrarme a mí misma que consigo todo aquello que me proponga a pesar de las dificultades y del manual de instrucciones dudosas.

Mi revancha de verdad fue atender la llamada al día siguiente a las nueve de la mañana. Era Jorge, el montador, quien espera a que pase a buscarlo. Cuando le digo que ya no necesito su servicio porque yo solita monté ayer el escritorio oigo su tono de incredulidad. En una sociedad tan machista cómo creer que una española de piel blanquita ha logrado acabar con 197 tornillos. Sin embargo, el desquite no es tal porque advierto que, siendo sábado, prefiere seguir holgazaneando que ganar 250 pesos. Así que al final, todos contentos.
Como se suele decir, las limitaciones son el origen de la inspiración.

Si es qué somos la leche! Yo hubiese hecho exactamente lo mismo! Me encanta! Tenías qué publicar la foto del flamante escritorio ahora 🙂 divina ella con su rincón de trabajo! Yo he aprendido qué entre tanto tomorrow, after tomorrow.. Simpre hay algún iluminado qué hace las cosas bien, así que le pido el número y es mi contacto por el resto de los días. Y soy siempre muy generosa con las propinas! Mi marido ha aprendido a no protestar por mi generosidad, a todo el mundo le gusta el dinero, así que cuando llamo al handyman aparece como un rayo, me soluciona el problema y todos contentos! El otro día mi “contacto” vino a instalarme el lavavajillas, y de paso lo convencí para que me consiguiese el cristal de la lampara en el techo qué mi marido se cargó hace un par de meses intentando cambiar la bombilla. El hombre apareció cual milagro con el cristalito salido de no sé donde, arregló el dishwasher y quedó tan contento con la propina qué me llamó por la tarde para hacer un follow up! Hahaha all good madam? Marvellous thanks! No more dishes for me!!!
Por cierto, gracias por mencionarme en tu blog hace un par de semanas! Es todo un honor!!!
El honor es mío por tener una amiga ciberespacial a mi lado 😉
Tomo nota de tus consejos, de hecho ya he conseguido a Manuel, mi “cahpu” para todo, eficiente y con sentido del humor, estoy salvada, aunque eso sí ¡generosa con las propinas siempre!
Los que pagan el pato son los que me hacen enfadar, como el chico de FedEx que tardó tres días en traerme un paquete a casa. Llegó con la excusa preparada de que la dirección estaba mal, lo mandé a freír espárragos de propina, jajajajajajaja…
Como digo siempre, Cancún es como Doha pero en Caribeño (próximo post).
Por cierto, a ver cómo lo hago para colgar prueba gráfica de mi rincón de pensar 😉
Besos Flora, women never give up!!!
xx
Tenias que haberle explicado que tu tarifa por irlo a buscar son 300 pesos..
Jajajajajajajaja, qué bueno, me la apunto, sí señor clap clap clap
Keep it simple 😉
Besos crack!
Aleeeee qué chuli! si viviésemos un poco más cerca la una de la otra te llevaba una plantita para darle vida! Necesitas vida para darle un toque zen!! Pero me encanta 🙂 tiene mucha luz!! te imagino ahí super cómoda con tus lapices y tus marcadores! Bravo!! Xx
Asunto arreglado Flora, me has obligado a ordenar mi rincón para sacar la foto “in situ” ¿mejor? 😉
Sí, señor. Así se hace: ¡Con dos cojones!
Jajajajajajaja. sí Boni, a una mallorquina li vendran a fer es comptes! 😉
Una abraçada.
Laura.