
Vivir en la República Dominicana despierta toda clase de envidias. Como si residir en este lugar paradisíaco fuera sinónimo de vivir en unas eternas vacaciones. Obviamente no es así, pero yo tampoco sabía lo que significaba antes de llegar aquí. No obstante, dos años después, sigo sin poder explicar qué tiene el Caribe para que me atrape y me enamore. Así que ante la posibilidad hipotética de que este sueño se acerque a su final, hago un repaso de las cosas que no quiero olvidar.
Cada vez que lo pienso, en un posible final, me encuentro haciendo listas mentales de todo lo que me quedaba por hacer en este país. La cantidad de cosas que voy a extrañar, la calidad de vida que me daba vivir en este lugar. Las playas, el sol, las palmeras, la gente, el clima. La belleza de una isla que no acabo de conocer. Ni de entender. No, espera, no podemos irnos todavía.
República Dominicana, donde las palmeras parecen querer abrazar el mar
No importa que haya necesitado una guía de supervivencia o que vivir Puro Caribe acabe conmigo. Sé que si me fuera mañana mismo de aquí jamás podré olvidar lo que esta isla me ha dado a pesar de sus contradicciones.
Si bien no me puedo permitir pasar el día bajo la sombra de una palmera, en República Dominicana tengo al alcance de mi mano cosas que jamás hubiera imaginado que fueran posibles en esta vida terrenal. Como pasear por la decadente zona colonial de Santo Domingo, su capital. Despertar cada día con los sonidos de la naturaleza, sin oír un solo ruido de ciudad. Saborear el silencio cuando por fin se acaba la música. Disfrutar de un verano eterno. Incluso tienen su encanto los días nublados o cuando llueve durante días sin parar. Todo, en este país, tiene su particular belleza.
En República Dominicana todo tiene su particular belleza
Todavía me divierto cuando al caer la noche veo luciérnagas pasar. O ranas pegadas en los cristales junto a sonidos que sigo sin reconocer. Playas desiertas un domingo cualquiera con esas palmeras que parecen querer abrazar el mar. Disfruto como una niña de los días soleados la mayor parte del año y descubro con satisfacción que aquí también tienen la sana costumbre de “la pavita” después de comer, como aquí llaman a la siesta.
Si pienso que me puedo ir mañana mismo echaré de menos estos paisajes agrestes, siempre verdes. Las playas infinitas, los cielos azules, el azul turquesa del mar. Las matas de coco, las piñas y los aguacates. Los flamboyanes en flor, una explosión de floras rojas para dejarme sin aliento.
Poder parar en cualquier lugar y comprar unos mangos en los numerosos puestos de frutas apostados en las carreteras. O comer por un precio irrisorio un delicioso plato de camarones frescos con una montaña de arroz.
República Dominicana y esa manera de resolver sin saber cómo ni por qué

Si mañana me fuera recordaré el día que fui al hospital. Durante tres horas estuve expuesta al frío del aire acondicionado. Creí que jamás saldría viva de ahí. De pronto dejé de tener tacto en las yemas de los dedos. No podía utilizar el teléfono móvil y ni mucho menos mandar whatsapp mientras seguía sentada en la sala de espera. Apenas podía cubrir mis piernas desnudas con las hojas del Bávaro News.
Al final de la mañana, cuando por fin me atendió un amable muchacho en la sala de radiodiagnóstico, mis uñas ya estaban azules. Mientras de mi boca apenas salía un hilo de voz observaba de manera casi lasciva el forro polar y los calcetines que él llevaba.
Tampoco podré olvidar las recomendaciones del doctor para aliviar mis dolores de espalda: una faja que ni la Señorita Escarlata, que debo ponerme cuando haga esfuerzo «como por ejemplo cuando limpie la casa». O que cuando me recomienda unos días de reposo me pregunta si tengo esposo «entonces si tienen relaciones sexuales se ponga Usted debajo, que el movimiento del taca-taca es también ejercicio». O que estalle en plena consulta voceando a su enfermera estar cansado de repetir las cosas «18 años en este país y uno no se acostumbre a repetir las cosas 35 veces» mientras pienso que le va a dar un infarto al pobre doctor.
Echaré de menos esta libertad que te dan la ausencia de leyes

En República Dominicana nunca aprenderé a hablar como ellos, con esa agilidad mental y esas expresiones que me hacen reír sin parar. Como la madre que acompaña a su hijo con el brazo roto y espera las mismas horas que yo para ser atendida. Con un marido que la acompaña y que hace las funciones de mueble. Y un niño «que parece que se ha tragado un loro hoy, que no para de hablar», mientras le pide que por favor, «un minuto nomás, un minuto te pido que estés en silencio». La observo mientras me preparo para recogerla del suelo porque está a punto de desmayarse de puro agotamiento.
Echaré de menos esta libertad que te da la ausencia de leyes. O quizás sea que, simplemente, no se aplican. Esos deliciosos momentos dolce far niente cuando el calor aprieta. Echaré de menos el caos y los motoconchos que parecen no importarles arriesgar sus vidas haciendo piruetas con triple salto mortal en las carreteras. Los vendedores de cachivaches varios mientras me pregunto quién demonios les comprarán, de qué vivirán, cómo resolverán.
La colada dominical tendida en los alambres a pie de carretera. Los colmados donde los locales se reúnen para tomar Presidentes vestiditas de novia con la música a todo volumen mientras me pregunto cómo lo harán para hablar. Esas conversaciones donde siempre me da la impresión de estar filosofeando sobre lo divino y sobre lo humano.
Esos deliciosos momentos dolce far niente cuando el calor aprieta

Este caos, esta incapacidad mía de incomprensión y esta sensación de estar viviendo algo único es algo que no quiero olvidar. Descubrir que en República Dominicana existen lugares donde nada es lo que parece. Donde lo irracional y lo inesperado forma parte de la vida cotidiana.
La informalidad y a la vez el trabajo duro para sobrevivir a duras penas aunque sea con la botellita de ron. El misterio de que la cosas acaban saliendo de una manera u otra.
Echaré de menos estar viviendo al compás del jazz y de la pura improvisación
Como repito siempre, me siento estar viviendo al compás del jazz y de la pura improvisación. Y aunque me haga sufrir de los nervios con demasiada frecuencia, sé que todo esto es lo que echaré de menos el día que decida cambiar de aires. Si llega ese día. Nunca se sabe.
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