
Una de las cosas más satisfactorias de retomar los estudios a los cuarenta es que lo haces por placer y tu objetivo final no es aprobar para pasar de curso, sino aprender. Y a veces sucede que lo que aprendes te ayuda a entender qué está sucediendo en tu entorno más inmediato haciéndote reflexionar sobre cosas que jamás te habías planteado. Lo que ocurre en nuestro día a día lo tenemos tan sumamente interiorizado que nos dejamos llevar arrastrados por la rutina sin tiempo a pensar si nos hace bien o mal, porque honestamente, no nos queda mucho tiempo ni energía para estas cosas, preferimos desconectar.
El tema de esta semana ha sido apasionante: las gated communities, qué significa y qué implica vivir en los barrios cercados, cerrados físicamente, esos en los que tienes que pasar uno, dos o hasta tres controles de seguridad, más lentos que los controles aeroportuarios después del 11-S, o donde tienes que dejar el pasaporte, la matrícula del vehículo, el motivo y casi tu talla de sujetador cuando estás de visita en casa de un amigo. Qué decir de los barrios residenciales donde tienes el supermercado y la cafetería en la misma calle para que no tengas que salir de tu oasis urbano, o como es mi caso, playa, piscina, restaurante, centro de ocio y gimnasio, todo en uno para hacerme la vida más cómoda, más segura, más molona ¿de verdad? Pues ahí mi reflexión.

Originariamente las gated communities nacieron a raíz de la inseguridad que se vivía en las grandes urbes latinoamericanas como Buenos Aires o Mendoza, pero también están en auge en Brasil, Colombia o Venezuela. Sólo accesibles a quienes lo puedan pagar, naturalmente. Aquí ya entramos de lleno en la primera paradoja: el Estado no puede o no quiere combatir la violencia -o el crimen organizado en los peores casos- así que al no cubrir las necesidades de la población, aquellos que se lo pueden permitir pagan los precios desorbitados que las más audaces empresas privadas imponen tomando la iniciativa. Cuantas más cámaras y más sofisticados sistemas de vigilancia para velar por nuestra seguridad mayor sensación de vivir en un lugar seguro. Porque al fin y al cabo se trata sólo de una sensación. En el condominio donde vivo he visto colarse a más de uno de la manera más ridícula. Por no hablar de la acumulación de coches de lujo en los garajes que convierten los residenciales en dulces objetos de deseo para lo más atrevidos. Por eso me siento segura yo con mi camioneta de octava mano aparcada siempre al lado del lujoso todoterreno del guardaespaldas de mi vecina.

En otro orden de cosas, la comodidad. Sin duda alguna, vivir en un barrio cerrado es lo más cómodo para todos. Vivir y disfrutar las comodidades de la ciudad –porque jamás se construyen ni demasiado cerca ni demasiado lejos- pero sin la obligación de tener que convivir en sociedad. Los Casals del Barri Centros Culturales se sustituyen por juntas de vecinos que se reúnen para determinar normas de comportamiento tan ridículas como qué tipo y color de toalla puedes llevar a la piscina comunitaria –si es que tienes el privilegio de tener la tuya propia- o qué tipo de actividades se pueden organizar para los padres ociosos durante las vacaciones escolares para los niños como un concurso de huevos de Pascua o montar una barbacoa con cualquier excusa, todo con el fin de mantener un mínimo de relaciones sociales en la mini ciudad dentro de la gran ciudad. Claro que siempre son los mismos quienes promueven tan interesantes iniciativas, pues aún hay quienes se resisten a saludar aunque se atrapen ellos mismos dentro de un ascensor junto a otros ser humano. El poder adquisitivo nunca estuvo inherentemente unido a la educación.
Otro tema a tener en cuenta es la imagen que se crean los niños que nacen en comunidades cercadas y acuden a colegios privados. Es posible que jamás sientan la curiosidad de saber qué hay ahí fuera o que al salir se encuentren de bruces con algo que se llama realidad. Para ello soluciones prácticas como la de mi amiga Mary cuando ella y sus hijos disfrutaban de un alto tren de vida en Qatar. Se los llevó una semana a la India para recordarles cómo vive la mayor parte de la población mundial.

Otra característica de las gated communities son las que han proliferado en las ciudades aparentemente más seguras. Probablemente por culpa de la películas americanas donde la extensión del país permite residenciales donde puedes aparcar el coche delante de la puerta de tu casa y los niños juegan sin supervisión parental porque aparentemente nunca pasa nada (salvo en Desperate Houewives). Y ahí es donde me pregunto –por no afirmarlo directamente- si no será una moda elitista donde el que vive dentro es más que el que vive fuera. Es un hecho que cuantas más piscinas, más zonas comunes, más tiendas y más equipos de vigilancia tenga más prestigio tiene el barrio residencial, pero voy más allá. Los barrios cerrados físicamente por barreras o muros se pusieron de moda en Estados Unidos en la década de los 60-70, por no hablar de los barrios durante y después del apartheid sudafricano. El motivo fue, ni más ni menos, la segregación racial. Paises con tanta multiculturalidad –y racismo- no estaban preparados para convivir pacíficamente. Es lo que llaman algunos sociólogos el miedo al otro. Por este motivo proliferaron este tipo de desarrollos urbanísticos. Pero no se puede hablar de una única causa ni de motivos objetivos para vivir en una gated community. En muchos casos ha provocado más clasismo, más racismo y más elitismo.

En países como Qatar lo viví como una manera de segregar a la población por etnias, pues nunca fue un motivo de seguridad. En Cancún se acerca más a la política del miedo, pues sin ser un lugar excesivamente seguro, no es ni de lejos lo inseguro que los desarrolladores pretender vender, la política del miedo. Porque es un negocio de lo más lucrativo, no sólo porque da trabajo a mucha gente, lo cual celebro. Los alquileres de estas zonas residenciales son estratosféricos, segregan a la población según su poder adquisitivo, pero a mi me plantea serias dudas. Por un lado reconozco que es muy cómodo, hasta el punto que me ha salido la oportunidad de vivir a sólo 500 metros por un precio muy inferior, cuatro veces más grande y sin barreras, pero entonces pierdes la sensación de seguridad. Yo que me paso ocho horas al día estudiando, sólo salgo para hacer recados y hacer la compra, sin salir de casa tengo una maravillosa piscina, la playa y un gimnasio donde me escapo una hora al día al finalizar la jornada estudiantil. Mi marido vuelve tarde de su trabajo, por lo que se siente tranquilo sabiendo que me deja en un lugar seguro. Pero la contrapartida es que podría estar viviendo en cualquier otro lugar del mundo. Este tipo de barrios están diseñados a medida para un segmento de la población, especialmente para los expatriados. Así que me encuentro conviviendo mayoritariamente con canadienses, estadounidenses y mexicanos. Pero ¿qué contacto tengo con el exterior? Siento estar en una burbuja dentro de la urbe, sin saber exactamente qué pasa allá fuera. A veces me pregunto cómo será México, a pesar de todas las experiencias que estoy viviendo, que no son pocas. Por supuesto, no recuerdo haber visto ningún barrio cerrado en Nueva Zelanda, ni siquiera en Auckland, ciudad multicultural y con más de un millón de habitantes. La respuesta debiera ser muy simple: un país donde el Estado se responsabiliza de la seguridad, de la educación y de la limpieza –entre otros servicios- de sus ciudades y de sus habitantes, no hay necesidades sin cubrir.

Es interesante recordar que éste no es un mal exclusivo de las ciudades del siglo XXI. Ya en la antigüedad las ciudades segregaban a la población, basta pensar por qué se mantienen en pie los imponentes templos y pirámides egipcias y sin embargo no queda rastro de sus ciudades. Sencillamente porque las casas de los trabajadores no se construían para durar mucho más de lo que lo que duraban las obras faraónicas. Las ciudades mesopotámicas y las medievales europeas se amurallaban para evitar las invasiones bárbaras, y quién no ha oído hablar de la ciudad prohibida de Beijing. Siempre han existido las gated communities aunque nunca hayamos reflexionado en sus orígenes y más importante, en sus consecuencias. De hecho, las ciudades modernas crecen sin muros, son ciudades abiertas, por eso nos espantamos –unos más que otros- con el muro de la frontera mexicana con Estados Unidos, lar verjas de Melilla y nos alegramos hace 27 años con la caída del muro de Berlín. Y la otra paradoja es que somos los mismos que vivimos en barrios encerrados por miedo a que nos pase algo.


En Cancún vivo una situación similar respecto a la playas que en Qatar: el dilema entre playas públicas vs playas privadas. Lamentablemente, los accesos a las playas públicas no están señalizados, hay que ser un verdadero experto para encontrarlos. Ni Google Maps te ayuda en esto, pues te lleva directamente a los resorts que te permiten pasar un bonito día de playa previo pago de unos cien dólares de media y acompañado por doscientos turistas más en sus respectivas hamacas, eso sí, de regalo una pulserita de colores llamativos. Honestamente, no es mi estilo el del maceramiento humano y el all inclusive. Pero la alternativa me entristece mucho. No siempre, afortunadamente, pero es penoso llegar a una playa pública y ver cómo se amontonan los plásticos y los restos del día familiar playero, igualito que las maravillosas playas qatarís –no por sus caldosas aguas- sino por los restos de las barbacoas y botellas de plástico tras una jornada de dunning con los Land Cruiser v8 blancos. Me entran ganas de llorar. Ni el Estado ni la ciudadanía parecen mostrar un mínimo interés por sus preciosas costas al tiempo que critican ferozmente la privatización de sus tierras. En Nueva Zelanda jamás vi una playa privada, y mucho menos un plástico, el responsable estaría aún en la cárcel. La ley de costas mallorquina, afortunadamente, prohíbe cualquier tipo de privatización, y aunque no somos un modelo a seguir, la ciudadanía está cada vez más concienciada de lo importante que es preservar nuestro entorno natural. Más vale tarde que nunca.

Llego al final de mi reflexión con más dudas que cuando he empezado a escribir. La cultura del miedo funciona. Las modas es lo que tienen, atraen a las masas y más cuando se vende exclusividad, es un producto más de marketing y de creación de falsas necesidades. La comodidad tiene un precio, y las empresas privadas lo saben. Las relaciones sociales han cambiado, son más artificiales, menos naturales pero también más cómodas. Los espacios públicos se han convertido en terreno de segunda categoría, porque para qué ir a un parque teniendo un club de golf en casa.
Cada uno es libre de elegir dónde y cómo vivir, siempre y cuando su poder adquisitivo se lo permita. Pero no debemos olvidar que todo en esta vida tiene dos caras, y aunque la transformación es un hecho, mejor no perder la perspectiva.
Como siempre ,,espectacular!!
¿Ves? Yo siempre te escucho 😉
Besines.
Que interesante! En la primera parte de tu post hablas de las cámaras de vídeo vigilancia y su relación con la seguridad. Me recuerda un trabajo sobre este tema que hizo el artista Joan Fontcuberta. Seguro que te gustaría conocer su obra!
Besotes
La economía del miedo lo explica muy bien la geógrafa Sonia Roitman, sobre cómo los intereses privados manipulan a la sociedad para hacerle creer que necesita seguridad mientras, por otro lado, nos hacen sentir seguros con todo el arsenal de cámaras y dispositivos de lo más sofisticado. La paradoja reside en que sólo nos venden la sensación de seguridad porque en la mayoría de los casos no es efectiva o necesaria.
Gracias por la recomendación, ya estoy fisgoneando el trabajo «Securitas» de Joan Fontcuberta 😉
Besos.