
El brunch ha muerto. Lo dicen en Nueva York, y no hay noticia que me alegre más esta mañana. Porque yo odio los brunch.
Cuando llegué a Doha, leía que los brunch eran lo más, y me moría por mi primera vez, hasta llegar a hacer un ranking tipo “The 20 best brunches”. (Time out)
Pero ahí quedó todo. La impresión que me produjo el primero de la lista fue tal que seguí caminando hasta encontrar la casilla de salida.
Una sala enorme y llena de gente me hizo pensar que me había equivocado y que estaban celebrando un banquete de boda. Después observé que toda esa gente, que hablaba y reía en un tono distendido como si se encontraran en un pub irlandés, sostenían en sus manos platos repletos de comida, y hasta donde yo sé en las bodas no se estila el buffet libre. Mientras seguía mis pasos haciendo caso omiso a la reserva, recordé el horror que me produjo el momento comida/desayuno en el crucero por el Mediterráneo años atrás: cantidades ingentes de seres humanos llenándose los platos como si hubieran estado ayunando durante el mes entero que dura el Ramadán. Sin detener mis pasos pude observar de reojo variopintos estilismos: tacones de charol más cercanos a noches eróticas que a un front row parisino, vestidos con colores fluorescentes combinados con tatuajes imposibles expuestos a la vista de cualquier transeúnte, hasta pies en chanclas necesitados de una pedicura urgente. En definitiva, fue como un remember de la movida madrileña de los 80, pero menos estilosa.
El brunch, como casi todo en esta vida, se lo debemos a los British, y dicen que data del año 1895. Una de las teorías que más me convence acerca de su origen es la de los trasnochadores que se levantaban justo a tiempo para acudir al sermón de los domingos, sin desayunar. Tras la misa, siendo demasiado pronto para el lunch, hacían esa mezcla de desayuno/comida que se alargaba hasta la hora del té, que no es otra que la del primer gin&tonic de la tarde. En cualquier caso, el brunch ha vivido momentos de gloria y ésta es la crónica de una muerte anunciada.

Recuerdo mis primeros brunch en mi isla natal, la brisa del Maricel o la elegancia de Son Brull, donde ese desayuno tardío se convertía en un festival para el paladar. Empezando por la fruta fresca para reactivar el organismo y ya de paso ayudar a eliminar el alcohol y recuperar las vitaminas que nos dejamos en el bar la noche anterior. Como la fructosa hace su efecto, te sirves un café y lo acompañas con unas tostadas. La cafeína acaba por despertarte y te animas a servirte una lonchas de jamón (del bueno), un poco de queso (cheddar no, por favor) y, ya que estamos, un par de huevos fritos hechos con mucho amor y la puntillita como a mí me gusta (no como he visto por aquí, vuelta y vuelta y te dejan sin poder mojar el pan en la yema). Con la ingesta calórica nos sentimos pletóricos y esa copita de cava que al principio nos ha revuelto las tripas con sólo mirarla, ahora nos parece de lo más acertado. Pero como yo no soy de cava sino más bien de ginebra, pues volvamos a nuestros orígenes y ya matamos el domingo con un poco de alegría. Ya estamos listos para esa tarde de siesta o de cine para los más valientes.

Pero aquí en Doha ni por asomo hay lugares tan acogedores, ni vistas tan hermosas, ni mucho menos hay asomo de clase alguna. El brunch parece haberse convertido en un símbolo de estatus social, especialmente si atendemos a sus precios. Los más económicos son los que no incluyen bebidas alcohólicas y oscilan entre los 160-290 riales (unos 35-64€), y a partir de los 400 riales (unos 80€) para los que prefieran acompañar la comida con alcohol. Pero no nos engañemos, no riegan tu copa con Moet&Chandon, en el mismísimo Opal de St.Regis sirven Freixenet. Y no se te ocurra pedir una cerveza de trigo belga, por ese precio a lo más que puedes aspirar es a una Peroni italiana, con todos mis respetos. Todo esto sufrí hace un par de semanas, sentada en la terraza cuando se me ocurrió pedir una cerveza bien fría para ir calentando motores. Pero olvidé que era viernes y no servían a la carta. Los cuatro comensales nos levantamos al unísono y nos fuimos a comer una pizza sin alcohol a The Pearl por el precio de una copa de vino.
Porque sí, en Catar los brunch se suceden cada viernes de la semana y no los domingos como marcan los cánones. Se han sustituido los feligreses acudiendo a misa por las oraciones de los viernes. La ciudad, hasta que finaliza el rezo pasado el mediodía, está desierta. Absolutamente todo está cerrado y las calles sin tráfico, un sueño que, si por mí fuera, podría alargarse todo el fin de semana. Y parece ser que no hay nada más que hacer salvo ir a los brunch que ofrecen religiosamente todos los hoteles de la metrópolis. Y ahí aparecen los juerguistas, los trasnochadores, los perezosos, pero también las familias, con los niños, hasta con los abuelos que están de visita. Y el único objetivo es comer y comer hasta reventar. O mejor dicho, beber y beber hasta the last call, porque eso sí que lo tiene, con lo que vale el alcohol en este país, emborracharse en un brunch sale de lo más económico. De este modo, los brunch de los viernes se han convertido en las nuevas reuniones sociales entre familiares, amigos o compañeros de trabajo.
A mí más que un símbolo de estatus social me resulta un estatus de ansiedad, un buffet para urbanitas absolutamente sobrevalorado.
Pero claro, lo dice alguien con tantas manías que es imposible satisfacerme. Sólo para preparar mi propio desayuno sigo tres pasos que podrían hacer desesperar a cualquiera: primero corto la fruta fresca y preparo un zumo de naranja natural, y hay que tomárselo antes de que desaparezcan las vitaminas. Así que me horrorizan esos zumos y toda esa fruta cortada perfectamente dispuesta en sus respectivas bandejas. A saber cuántas horas llevarán ahí expuestas. Después llega el turno al pan, recién salido de la tostadora; me gusta comer las tostadas aún calientes y crujientes, nada de pan de molde o ultracongelado. Y por último, y no menos importante, el café, intenso (no de calcetín) y con la leche bien caliente. Imprescindible quemarme los labios.
Quienes me conocen saben que me encanta comer, y que soy más bien de compartir los platos porque me gusta probarlo todo. Pero odio los maratones de comida, esas citas que se alargan hasta la hora de la cena, porque yo, con el estómago lleno, lo que necesito es reposo, lo que vulgarmente se conoce como “la hora de la siesta”.
Aunque quisiera, no puedo degustar todos los platos que ofrecen como si fuera un escaparate chino de «todo a cien», con adornos frutales y fuentes de hielo con figuritas desvaneciéndose lentamente.

Me gusta comer bien, y prefiero el factor sorpresa de los siete platos que sirve el «artesano de la cocina» Santi Taura con los caldos seleccionados por mi admirado maestro Niko. Como buena sibarita que soy, creo que el momento de la comida forma parte de un ritual tan antiguo como las ofrendas que realizaban los faraones a sus Dioses para mantener el orden cósmico del mundo. Para mí, sentarme en la mesa (sea un viernes o un domingo) respresenta un acto sagrado, donde todo sigue un orden establecido, los alimentos se comportan de una manera determinada en el paladar y todo debe ir perfectamente sincronizado. Y si te lo sirven con delicadeza, mucho mejor. Y probablemente no pague más que el precio de un buffet sin alcohol. Y por supuesto, requisito indispensable, quiero que mi plato salga directamente del horno hacia mi mesa. Platos recalentados, no, gracias.

Porque comer por comer es tontería, y poco saludable. Sólo veo bombas calóricas confeccionadas con las sobras de la semana, lo cual me resulta toda una obra de ingeniería de la alimentación. ¿Acaso los mercados de nuestros pueblos no pulverizan con agua las verduras para que parezca que está recién recolectadas?, o como nos han enseñado nuestros mayores, la tomates más feos son los más sabrosos.
Buenos dias Sargantana,
Odio los sitios de «pague 20 y coma hasta que reviente»:
1/ Solo ponen carbohidratos… porque son los mas alimentos mas baratos! y los que mas llenan!
2/ Estan constantemente siendo recalentados… con los spaguettis del buffet se pueden levantar catedrales goticas! La pasta de las sopas del colegio estaba mas entera!
En fin, en Doha el 95% de los brunch son buffets, solo hay unos pocos que cocinan «on order». Y además, el 100% de los bufets de Doha cuestan mas de 20E. En Doha iba al súper y me gastaba mas de 100E por una birria de genero. Aquí si que me harto de llenar el carrito de carne y verdura y al llegar a caja… 20 Euros?!? Vuélvalo a pasar que se tienen que haber equivocado!
Aquí si que comería hasta reventar por menos de 20 Euros…Por mi que se queden con todo su gas y petróleo que yo a trabajar voy andando.
Sólo hay una cosa que me alegre más el día que saber que los brunch han muerto: el desplome del precio del petróleo.
Sé que aún les queda gas, pero seguro que encontramos la manera de boicotearlo 😉
Nosotros estamos empezando a superar el síndrome de abstinencia en los restaurantes (fuera de los hoteles) sin alcohol, y hacemos nuestra partidaria guerra a los brunch de los viernes: en los barrios periféricos hay un montón de casas de comida por menos de 10€, y alguna joyita nos vamos encontrando.
Una vez más, gracias por compartir tu ingenio con el resto de los mortales.
Un abrazo.