
En tus primeros meses de expatriada te das cuenta de que estás más sola que la una, y que más vale que hagas amigos rápidamente si no quieres acabar en los Happy Hours subida a la barra y cantando (mal) a lo Bridget Jones.
Pero no todo iba a ser malo. Helga confiesa que como mujer expatriada en Dubai llegó a sentir que no valía una mierda al darse cuenta de que no podía firmar nada: su marido autorizó su visado, la convalidación del permiso de conducir, su residencia, incluso el permiso para utilizar su tarjeta de crédito.
Al final dice que lo asumió porque eran las reglas del juego contra las que era inútil luchar. Así que tomó su revancha los días de impotencia en los magníficos malls de la ciudad en los que cada vez que pasaba la Visa Oro de su marido éste recibía un sms con cada compra indicando hora, lugar e importe gastado. “Te lo tomabas así o acabas amargada” cuenta.
No se sale adelante celebrando éxitos sino superando fracasos, Orison Swett Marden
Flora explica que no supuso para ella un problema no tener firma y que todo tuviera que estar a nombre de su marido. Alude a una confianza total y una relación sana y saludable en su matrimonio. Sin duda es la última de sus preocupaciones.
Para Flora librarse todos los trámites burocráticos suponen una bendición. De Doha a Singapur, de Singapur a Doha, de Doha a Dubai y de Dubai actualmente en Abu Dhabi.
Para ella, que conoció a su marido cuando ya llevaba años viviendo sola en otros países, esta vida nómada es una oportunidad para dedicarle tiempo a su hija y crecer como persona viviendo de primera mano otras culturas.
Soy una mujer de alas, no de jaulas, Lina Storni
Lo más duro, cuenta, es conocer gente que sólo se mira el ombligo y vive de las apariencias, especialmente ese tipo de “reina sin Castillo” o los que sufren lo que se conoce como el “Síndrome del Marqués”.
Pero como la persona alegre que es, prefiere recordar las historias buenas, las historias de la gente normal que se busca la vida, que brinda su apoyo incondicional y desinteresado siempre que lo necesite porque, afirma, «hay mucha gente buena en el mundo».
Así lo hace Almudena, quien ha tenido la experiencia inversa. Recuerda cuando se trasladó del pueblo a Madrid con 18 años y cómo buenas personas le ayudaron a sobrevivir en la gran ciudad. Así, cuando vivió rodeada de extranjeros durante su etapa de Máster, quiso devolver los favores que le habían hecho a ella. Por eso entiende lo importante que es atender y acoger a los que vienen de fuera con sus costumbres y maneras de ver la vida. Tanto aprendió y tan bien se le dio que acabó casándose con uno de sus compañeros de estudios, extranjero, claro.
Valentía y coraje para aceptar el reto, actitud positiva y mente abierta. Una tiene todo lo que se presupone hay que tener antes de iniciar un viaje como este, pero nunca es suficiente. La mayoría de las cosas que vives en el extranjero te pillan con el pie cambiado porque, justamente, jamás te las habías cuestionado.
La satisfacción máxima hoy es descubrir que soy ese tipo de persona que ha ido tomando decisiones a lo largo de la vida y que me ha permitido descubrir hasta dónde soy capaz de llegar.
Aunque no a todos los que salimos a vivir esta experiencia se nos abre la mente: la cantidad de gente que seguirá igual de estrecha aquí y en la China.
Tus actuales circunstancias no determinan hacia dónde puedes ir; se limitan a determinar por dónde empezar, Nido Qubein
Otra de las cosas a las que como mujer me he tenido que enfrentar, es al fervor religioso que no entiende que una mujer –un matrimonio- no tenga hijos. Aunque siendo sincera, el escrutinio popular es a la mujer. Rara vez le han preguntado a mi marido ¿por qué no tienes hijos? Pero a mí todos los días de mi vida desde que me expatrié ¡pero si es una bendición de Dios!
En cambio podría escribir un libro con todas las conversaciones que he tenido que afrontar.
En Qatar se considera un regalo de Alá, un regalo que no viene con un pan debajo del brazo. Mis amigas trabajadoras se quedaban en casa con su retoño, sin empleo y sin sueldo. Mientras, el machaque de por qué no se nos bendecía con un hijo y el recordatorio diario de lo raras (por no decirte a la cara egoísta) que somos las mujeres occidentales.
En México, el fanatismo católico me llevó al extremo, qué machaque con que no tuviera hijos, al final prefería decir que no podía tener y así acababa los sermones de los más fieles.
En República Dominicana aún hoy soporto a diario frases del tipo “mija, ¿y a ti quien te va a cuidar cuando seas mayor?”, “¿y de qué vas a vivir?”, “Mira, que tú tienes que aburrirte mucho, sola en casa, cómprate un perrito que te haga compañía”. Claro, qué decir en un país donde se tienen hijos a docenas de distinto padre sólo con la intención de que los vayan a cuidar cuando sean mayores.
Y después tuve una sensación extraña en Nueva Zelanda. Convencida como estaba de que era el país perfecto para formar una familia, me convencí de que si encontrábamos trabajo lo siguiente que sería era tener a nuestro hijo, qué mejor lugar. Sin embargo, otra vez la maldita “Family Visa” porque tu profesión aquí no interesa y dependes de la suerte de tu marido.
Bien, pensé, puedo empezar con el voluntariado en el museo, siempre he querido hacerlo y podré compaginarlo con la vida familiar. Hasta que empecé a hacer amigas y me di cuenta de la otra realidad que yo no veía en mi particular mundo de yupi: un sueldo no da para mucho en un país como Nueva Zelanda donde la vida es realmente cara aunque tengas pocas pretensiones. Pero tampoco es factible que la mujer trabaje si quiere formar una familia porque el sueldo no da ni para pagar la guardería.
Así que la idea de quedarme en casa todos los días o juntarme con las mamás en los parques y cafeterías con nuestros churumbeles no me atrajo lo más mínimo. Y no es que los kiwis no se esmeren en tener clubs y actividades para niños y sus mamis. Hasta las bibliotecas son un sueño hecho realidad para pequeños y adultos. Gracias, pero no, gracias.

Como me decía María Venus, una amiga española afincada en las antípodas, “llevo tanto tiempo dedicándome a ser madre en exclusiva que mis hijos no me conocen más allá de mi rol matriarcal”. Añade además la frustración de estar en un lugar donde tu idioma materno no es el que los niños aprenden y tener la sensación de que te estás perdiendo algo, como las conversaciones de tus retoños con sus compañeros de colegio en el parque.
Quizás el problema del idioma sea el más complejo y en el que nunca había reparado. Su hijo mayor llegó a Nueva Zelanda con tres años y medio y acaba de cumplir siete. A pesar de ser el español su lengua materna, su día a día es en inglés, en el colegio, con los amigos, la televisión, los libros. Así que María y sus hijos se pierden cosas por no poder expresarse de la misma manera en inglés que en español entre ellos.
Tiene esa sensación de estar desaprovechando la oportunidad de compartir aquello que enriquecen las relaciones entre padres e hijos, de comprender qué sienten y qué experimentan. Se me antoja una sensación muy extraña.
Son las historias de estupendas y valientes mujeres que he tenido la suerte de conocer. A pesar de los malos momentos, de la soledad o de la incomprensión, no conozco a ninguna que se haya arrepentido de la vida que ha elegido.
Aunque a veces nos asalten las dudas pensando que cualquier tiempo pasado fue mejor, la realidad es que las buenas decisiones se miden en función de la felicidad, y de eso yo voy sobrada.
Se necesita poco para ser feliz, en realidad sólo hay que querer serlo.
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