
Jamás me había ocurrido, quedarme con la boca abierta, como una tonta y sin saber qué responder:
– ¿Qué tal Galápagos? Mmmmm, bien, muy bonito, si te gusta la naturaleza y quieres ver bichos.
– ¿Y qué más se puede hacer en Galápagos? Verás, mmmmm… disfrutar de la naturaleza y ver especies únicas, bichos raros y grandes.
– ¿Y nada más? Bueno, puedes ver iguanas marinas, es asombroso y único en el mundo. Y nadar con leones marinos, ver tortugas gigantes, bucear….
– ¿Y después? Pues… se come muy bien, pescado sobretodo, pescado fresco y langostas a precio irrisorio.
– Pero… ¿y así durante dos semanas? ¿no os habéis aburrido? Ahhhh… pues no, acabamos agotados.
– ¿Y cómo se os ocurrió ir a Galápagos? Bueno, igual la pregunta debiera ser a quién no le ha apetecido nunca ir a Galápagos, por lo de Darwin y el origen de las especies ¿te suena?
– ¿Y os alquilastéis un coche para recorrer las islas? Pues no, es que no hay carreteras.
– Entonces… ¿qué hacíais? Bucear, pasear por playas paradisíacas, montar en bicicleta, excursiones, y ver bichos básicamente.
– ¿Y qué idioma hablan ahí? Mmmmmm, español, Galápagos está en Ecuador.
Fin de la conversación.
Igual la pregunta debiera ser a quién no le ha apetecido nunca ir a Galápagos.

Definitivamente, Galápagos no es un destino para todos los públicos. Es uno de estos lugares con los que sueñas cuando eres una enana y te pasas el día examinando cada rincón del mundo en el Atlas familiar. Siempre ha habido destinos exóticos para mi, como Persia, la Polinesia, la isla de Pascua, Nueva Zelanda, la Tierra de Fuego y cómo no, Galápagos.

Siempre soñando con lugares lejanos y misteriosos alimentados por las grandes leyendas de los exploradores de los siglos XVIII y XIX, las novelas de Julio Verne y por la mente inquieta de una niña que pensó que entraría en el XXI vestida de astronauta. Pero con los pies en el suelo un día pude empezar a viajar y conocer todos estos lugares que sólo habían existido en mi imaginación.
Hay viajes que pueden cambiar la vida de una persona y viajes que cambian la vida de toda la humanidad (link)
La primera sorpresa es descubrir que es un viaje a tiro de piedra desde mi nueva ubicación geográfica, por lo que no puedo dejar escapar la oportunidad. Desde Punta Cana a Guayaquil vía Panamá en un coser y cantar. Y del continente a la Isla de San Cristóbal, en menos de dos horas.

Según dónde lo consultes, el archipiélago de Galápagos lo conforman entre 14 y 16 islas. Dicen que aparecen y desaparecen islas en función de las erupciones volcánicas. Sólo hay cuatro islas habitadas: la capital San Cristóbal, Santa Cruz la más transitada por su ubicación estratégica, Isabela la más grande y la más bonita en mi opinión, y Floreana con apenas 200 habitantes.
Pero lo cierto es que sus paisajes volcánicos rodeados de playas de ensueño y su biodiversidad no pueden dejar indiferente a nadie, como no dejaron impasible al joven y curioso Charles Darwin: ¿una iguana marina? ¿un cormorán que no vuela? Sin duda alguien se percató de la adaptación de las especies al medio y desarrolló la teoría de la evolución y la selección natural.

Hay muchas maneras de viajar, y Galápagos es famosa por los cruceros, tanto de turistas empeñados en coleccionar islas como en buceadores que no temen a nada, ni al cansancio ni a la temperatura del agua. Yo estoy hecha de otra pasta, prefiero la comodidad de una cama en tierra, la intimidad y mi espacio vital y mis momentos de solitud. Prefiero conocer la isla como si fuera la palma de mi mano que intentar recordar dónde vi aquello o dónde hice lo otro.
Prefiero vivir los destinos en lugar de hacer turismo.
Y así paso dos semanas explorando algunas de las 14 (ó 16) posibles, como el atolón Mosquera, donde un león marino bebé me agota jugando y me gana la partida bajo el agua.
Disfruto hablando con la gente local, estableciendo mis lugares favoritos para cenar, dejo que me inviten a un bajativo (digestivo) después de comer, me encuentro con los mismos guías que de día me han llevado de un lugar a otro, me gusta sentirme como parte del día a día de estos lugares tan remotos por unos instantes.
Ir a comprar con la bicicleta al colmado del pueblo, salir a ver la puesta de sol a pesar del cansancio acumulado, sentarme a tomar una cerveza y conocer las historias de los dueños de los establecimientos.

Isla San Cristóbal no sé si es la más bonita de las que he podido conocer, pero como suele pasar, la primera impresión es la que cuenta, y cuatro días en esta pequeña isla como primera etapa deja muy claro de qué va este viaje: naturaleza, buceo y bichos.
Por su belleza, me quedo con Isabela, con su espectacular Sierra Negra, un volcán con un cráter de 10 km de diámetro donde realizar una jornada de senderismo y disfrutar de sus panorámicas. O hacer snorkel en Los Túneles y cansarse de ver tortugas, tiburones y mantas raya.

Pasaría horas conversando con los pies polvorosos, como así llaman a los isabelinos pues antes de la llegada del turismo todos andaban con los pies descalzos. También es interesante entender el cambio que ha supuesto para este pueblo de pescadores convertirse en un destino turístico de primer nivel donde se protege el medio ambiente.
La pesca es exclusiva para el autoconsumo. Ello ha convertido a los pescadores (y derivados del negocio) en personas que no son autosuficientes para mantener a sus familias, obligadas a reinventarse en el mundo de los servicios. Como me explica Antonio, no todos tienen la facilidad, la habilidad o la posibilidad económica de aprender un nuevo negocio, idiomas, reinventarse como guías o comprarse una lancha de fibra para llevar a los turistas.

También es curioso sentarse en la plaza del pueblo para tomarse un helado, junto al muelle, y descubrir que ese espacio llamado “estadio multiusos” no es más que un parque de cemento como yo misma he pasado tantas horas en mi infancia. Lo curioso es ver cómo en cuestión de minutos se convierte en un campo de voleibol con dos equipos compuestos por tres pescadores entrados en carnes y que pintan canas pero con gran destreza para jugar con un balón de fútbol, nada más y nada menos.

Sorprende gratamente la honestidad de los galapagueños, quienes para preservar un turismo de calidad nos obligan a tirar una deseada cerveza fría tras una excursión hasta Tortuga Bay porque está prohibido beber alcohol en el Parque. Lo que nunca me pasó en Qatar me ha tenido que pasar aquí. O comprobar que todos los taxistas hacen público su listado de recorridos fijados con una tarifa única para evitar el pirateo de algunos listos.
También disfrutamos de la cerveza Endémica, una bebida artesanal ideada por un joven español y su esposa galapagueña (Endémica) así como de un masaje reparador antes de regresar a casa a cargo de Famai, una excelente masajista a pesar de no hablar ni español ni apenas inglés. Eso sí, como suele ocurrir con las buenas profesionales, pequeña pero con una fuerza sobrenatural.
Sólo una ducha reparadora permite que el cansancio se vaya por el desagüe cada tarde.

Por si alguien me vuelve a preguntar si no nos aburrimos en Galápagos sólo viendo animales, he de decir que no he podido cansarme más. Tan agotada que sólo una ducha reparadora permite que el cansancio se vaya por el desagüe cada tarde.
Y tan corto se me ha hecho que nada más regresar a casa he visto todos los documentales de David Attenborough y he vuelto a ver por enésima vez Master and Commander.
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