
Etnocentrismo es un concepto antropológico que se refiere a la capacidad que tenemos los seres humanos para creer que nuestra manera de hacer las cosas es la mejor, sino la única. Ya los colonos europeos decían de los indígenas que descubrían en las nuevas tierras que eran salvajes, casi animales. Pero en realidad lo que sucedía era, sencillamente, que eran diferentes a lo que conocían. Y afortunadamente eran diferentes, porque qué horror de planeta si todos fuéramos iguales.

Tras dos años viviendo en culturas tan distintas y en diferentes continentes he tenido la oportunidad de poner en práctica lo que se conoce como relativismo cultural, que no es otra cosa que aprender a convivir con otras culturas y entender que no hay sociedades mejores que otras, sino diferentes. Yo misma me he horrorizado en algún momento de mis viajes al ver u oír cosas que me parecían de mal gusto, ofensivas o incluso repugnantes. En Catar estuve un año y medio luchando contra los prejuicios de una sociedad árabe, musulmana y rica. Muchas veces oí aquello de «jamás iría a vivir a un país donde las mujeres estén obligadas a vestir tapadas o estén privadas de libertad». Sin duda todos tenemos nuestros valores éticos y morales, pero he aprendido que el mejor punto de partida para opinar es ponerse en la piel del otro y entender en qué contexto suceden este tipo de cosas que recriminamos. No para aceptarlo o cambiarlo, sino para entender por qué hay sociedades tan opuestas con las que estamos obligados a convivir. Pienso que quizás, si no creyéramos que nuestra cultura y nuestra manera de entender la vida es la única posible, esta convivencia sería más pacífica.

Reconozco que este ejercicio de empatía con los demás me está resultando más sencillo en un país como Nueva Zelanda porque estoy culturalmente más cerca de lo que nunca estaré de la sociedad catarí y de la cultura islámica. Pero pasados dos años desde que ejerzo de antropóloga aficionada, he aprendido que el relativismo cultural teórico se traduce por el popular «allá donde fueres haz lo que vieres» y añadiría, «porque no sabes cuantas cosas te estas perdiendo».
En el caso de Catar he de admitir que no fue por falta de ganas. Es difícil empatizar con su gente cuando no te sientes acogida. Fernando vive en Catar y hace unos días me contaba que su experiencia había sido totalmente diferente a la mía porque vive integrado con ellos, siente que lo han adoptado como un miembro más de su comunidad. Es inevitable estar condicionado por las experiencias personales que vivimos cada uno de nosotros. Pero dio en el clavo cuando hablaba de que no hay que sentir indiferencia ante lo que nos rodea, sino curiosidad, sacar partido de todo lo nuevo. Es decir, centrarse en lo que nos hace diferentes e ignorar todo aquello que ya es similar a nuestra cultura porque nos enriquece más.

Como decía, Nueva Zelanda ha sido más amable, a pesar de ciertas costumbres y de la huella British del país. Pero una de estas costumbres es tan auténtica y genuina como el rugby: andar descalzos por la calle, independientemente de la estación del año, llueva o luzca el sol.
Eva es una española afincada en Auckland con su marido y Laura, su hija de tres años. Es maestra en una escuela y recientemente hablábamos sobre la costumbre que tienen los neozelandeses de salir a correr aunque llueva, de ir en manga corta en pleno invierno o andar descalzos, incluso en el colegio. Me explicaba que son muy robustos y consiguen inmunizarse de los resfriados (y espero que de los hongos también). Yo no pude evitar declarar mis prejuicios sobre el tema de ir descalzos por la calle aludiendo un problema de higiene, hasta que me confesó que su hija habitualmente iba descalza y que ya no soportaba llevar zapatos y había evitado, por fin, las eternas rozaduras. Además, me explicaba, los niños tienen los dedos de los pies separados por esta práctica, y entonces recordé que mi madre había tenido que operarse porque se le montaban los dedos los unos sobre los otros, o los dolores que me provocaban los tacones de doce centímetros que he llevado durante años. Fin de la conversación.
Y hoy he de confesar que -a mis 40 años- me he estrenado con esta costumbre kiwi tan extraña: acabo de salir descalza a la calle, y ha sido un gustazo.

Escribo desde Whangarei, otro de los rincones mágicos de este país. Después de una excursión de cuatro horas me he descalzado para realizar una tanda de estiramientos, pero al terminar me he quedado con los pies desnudos por puro placer. De camino a nuestro alojamiento, decidimos parar en el supermercado. Hoy es el día, no estaba planeado, sencillamente ha sucedido. Bajo del coche, piso el asfalto que al principio duele porque ha sido muy mala idea hacerme la pedicura el día anterior. Entro en el Countdown y me paseo por los pasillos, al principio un poco cohibida pensando que todo el mundo me está mirando, hasta que veo a un chico también descalzo y sin la pedicura hecha. Ahora sé que nadie me va a mirar ni me va a dirigir ningún gesto de desaprobación. Me siento libre y realmente cómoda. Creo que he conseguido relativizar el hecho de que en algunos lugares no sea de mal gusto despojarse de los zapatos.

Lo único que le ha fallado al plan es que el suelo está demasiado frío, especialmente en las zonas de los alimentos refrigerados. Y yo que soy tan sensible a los cambios de temperatura creo que me he resfriado. Quizás estaría bien poner suelo radiante como hacen los nórdicos, debería sugerirlo en el buzón de Atención al Cliente. ¡Y pensar que llegué a atesorar más de doscientos pares de zapatos!
Es lo que tiene viajar y ver mundo, que a veces, todo aquello que te parece extraño se vuelve algo común, y lo que nos parecía común de pronto se vuelve extraño.
Jajajaj no te me imagino descalza! pero me has hecho reír. Yo también lo he probado, siempre motivada por exceso de alcohol en sangre, y luego me he tirado los siguientes días embadurnándome los piececitos con crema. No estamos acostumbradas no. Estos kiwis están hechos de otra pasta.
Maticemos todo el contexto:
Pedicura recién hecha + excursión de 4 horas = dolor de pies
Pasillos del Countdown fresquitos = alivio sintomático del dolor
Que me vean descalza en Whangarei, donde no me conoce nadie = quita todos los complejos.
Alcohol en sangre = cero (justo en ese momento)
Consecuencias: sí, yo también me pongo crema todos los días después del experimento.
Tentativas anteriores: en asfalto duele, mucho.
😉
Hola Laura! Yo también me he reído y mucho 😀 También he hecho la locura de ir descalza por culpa de una cierta tasa superior en sangre…. lo que considero totalmente IMPOSIBLE es..conducir por la izquierda y descalza. Muy muy difícil!! Es casi imposible darle fuerte a los pedales!! Creo que desde entonces voy solo con bailarinas. Mi zapatero a este paso se jubila anticipadamente.
Saludos!!
Alicia
Alicia, la culpa no es del alcohol en sangre ¡son los tacones!
Yo también me he apuntado a la moda de las bailarinas, cuando no voy descalza, claro 😉
Los zapateros deben de estar temblando ya, jajajajajajaja!
Besos.
Laura.