
Es curioso cómo tendemos a comparar todo lo que vemos, probamos o conocemos. Lo hacemos de manera natural, diría que es algo intrínseco en el comportamiento humano. Es práctica habitual en nuestro día a día, ¿quién no ha oído eso de “la paella de mi madre es mejor”?
Pues cuando hablamos de viajes pasa tres cuartos de lo mismo. Y no me refiero a la costumbre que tenemos todos de sobrevalorar nuestro lugar de origen cuando estamos lejos de él. Sino más bien a esa necesidad de superarte en cada viaje, de rebasar las expectativas, de seguir sorprendiéndote en cada aventura, de descubrir nuevos paisajes, nuevos colores, y claro, es inevitable que acabemos comparando un viaje con otro.
Porque cuantos más viajes llevas a la espalda más selectivo te vuelves. Y diría que se convierte casi en una obsesión.
Cuando eres un niño te sientes como una mochila junto al equipaje de tus padres. Los recuerdos son vagos, y sientes que te trasladan de un lugar a otro.

Cuando eres estudiante te da igual el destino porque lo único que buscas es escaparte durante unos días y vivir una experiencia con tus amigos donde nadie te va a conocer y nadie te va a decir a qué hora tienes que volver a casa. Entonces esos viajes representan tu primera sensación de libertad, experimentas lo que se siente cuando nadie cuida de ti y tienes que tomar decisiones por tu cuenta y piensas que estás viviendo una aventura de lo más salvaje. Es lo que tiene recordar la juventud con la perspectiva que da el paso del tiempo.
Le siguen los viajes que te puedes costear con tus primeros sueldos. Juegas a ser mayor, pero esta vez de verdad. Buscas destinos económicos bajo el concepto de lo que ahora está tan de moda pero que ya existía entonces, viajar en plan mochilero. Da igual dónde te alojes mientras haya un colchón donde descansar tras cada jornada. Y a lo más que aspiras es a que haya un McDonald´s para poder comer con tu bajo presupuesto. En esta etapa te lo pateas todo, entras en todos los museos por las mañanas y en todos los bares por las noches.
Cuando ya tienes pelo en el pecho vienen las escapadas de fin de semana, lo que viene siendo salir de fiesta. Entonces ni tan solo buscas alojamiento porque no tienes planeado dormir muchas horas, si acaso ya lo harás en la playa mientras pasas la resaca, o en el avión de regreso a casa.
Le sigue la etapa romántica en la que todos hemos caído alguna vez. Son los viajes con tu primera, segunda, tercera, cuarta pareja. Un fin de semana en Roma o en París. Amsterdam o Berlín si eres más alternativo.
Y cuando ya has asentado la cabeza viene la fase en la que me encuentro ahora. Viajar, viajar, viajar.
Y así se suceden las etapas más o menos para, al menos, mi generación.

Siempre quise tener un mapa gigante que llenara mi habitación para ir marcando todos los lugares visitados. De repente viajar se hace menos complicado, menos caro, menos peligroso. Por fin puedo hacer mis sueños realidad, lo tengo todo al alcance de mi mano para visitar todos aquellos países que de pequeña buscaba en el Atlas. Llegué a aprenderme todos lo países del mundo, con sus capitales, sus banderas. Recuerdo incluso un país que se llamaba Persia, una tal Yugoslavia y un país muy grande con muchas consonantes y una sola vocal.
Y por supuesto, ahora no recuerdo ni la mitad de las capitales del mundo.
Pero a la vez surge una necesidad imperiosa de acertar con los viajes. Se me llena la boca diciendo que el mundo es muy grande y no me bastará una sola vida para recorrerlo. De hecho, ayer mismo Trip Advisor me dejó un mensaje en mi bandeja de entrada: “llevas recorrido el 26% del planeta tierra”. Pero qué ansiedad cuando se trata de elegir siguiente destino, tiene que estar a la altura de los anteriores. Porque es inevitable comparar.
Apenas unos meses después de visitar por primera vez Japón cometí el error de ir a China. No pude evitar comparar la exquisitez y delicadeza japonesa con el caos y la vulgaridad de los chinos. Y no conseguí interactuar con ellos ni pude limitarme a disfrutar con lo que estaba viviendo, pues no podía dejar de comparar. Así que lo arreglé volviendo a Japón poco después.
Y, mucho más obvio, ya no todo te impresiona como la primera vez. Como cuando pisas África: primero te enamoras inmediatamente de ella y después ya nunca la olvidas. Volverás una y mil veces, pero para siempre en la memoria quedará el recuerdo de los colores que viste en tu primer viaje. Es como el primer beso, habrá muchos más, pero el primero es el que siempre recuerdas.

Así pues, cada nuevo viaje me plantea dudas. Porque aunque sea más fácil viajar ahora que hace 30 años, hay que lidiar con otros problemas tales como las vacaciones en el trabajo, el presupuesto, que coincida con tu compañero de viaje, ya no hablo si tienes niños… Un tetris. Y claro, no quiero que haya margen de error.
Uno de los últimos viajes que más emociones contradictorias me ha provocado ha sido Costa Rica. Fue en agosto del 2013.
Tanto había oído hablar de las maravillas de este pequeño país de Centroamérica que no había ninguna duda. El año anterior le había tocado el turno a Indonesia y era lógico pensar que no me iba a defraudar un destino, en la otra parte del mundo, que ofrecía una variedad tan amplia de paisajes, volcanes, lagos, flora exuberante y fauna exótica.
Fue todo un reto para mí organizarlo, pues sólo íbamos a disponer de 15 días y Costa Rica da para mucho más. Así que como en cada viaje, me documento, leo foros, organizo las rutas, calculo los kilómetros, elijo los hoteles, compro los billetes y evito ver fotos para conservar el factor sorpresa de los lugares que visito. Y disfruto tanto que siempre sueño en dedicarme a ello profesionalmente, me apasiona organizar viajes, porque es otra forma de recorrer el mundo sin moverse de casa.

Pero Costa Rica fue un viaje extraño. Fue inevitable, a la par que un gran error, comparar constantemente con el viaje a Indonesia del año anterior. Los hoteles fueron carísimos, todo demasiado organizado, demasiado turístico. Nada que ver con la salvaje Borneo ni con las vírgenes islas del archipiélago de Flores. Pronto nos dimos cuenta que en Costa Rica, país de habla hispana, la R se pronuncia a lo yanqui, y es que la influencia americana es brutal. De hecho, pasamos más tiempo hablando en inglés que en español, y conocimos turistas venidos desde Miami hasta Los Angeles, pasando por Boston y Chicago. A eso le llamo yo una inmersión lingüística invertida.
A mitad de viaje ya tenía la sensación de estar en un país perfectamente orientado al turismo de masas, y sumado a los precios estratosféricos de absolutamente todo (con servicios muchas veces cuestionables) hacía presagiar que no iba a ser el viaje soñado.

Y como me había dicho mi amigo Pablo antes de iniciar mis vacaciones a Centroamérica, “no sé si te impresionará tanto como a mí después de haber estado en la salvaje Indonesia”. Y efectivamente eso me pasó, que nada pareció impresionarme. Los volcanes no eran más altos, ni la vegetación tan espesa, ni las playas tan hermosas.
Así que regresamos a casa cansados, arruinados y un tanto decepcionados.
Sin embargo, Costa Rica ha sido el viaje que a posteriori más satisfacción me ha dado. Sin duda, ha sido el mejor postviaje de la historia. No hay un solo día, cuando ha pasado ya más de un año, que no recuerde uno de los lugares más extraordinarios de la tierra.


Costa Rica, un pequeño país bañado por dos océanos, la costa caribeña en el Atlántico y la costa más salvaje en aguas del Pacífico.
Fauna exótica donde puedes observar desde caimanes a tortugas marinas, con una biodiversidad espectacular gracias a su variado ecosistema. Pudimos deleitarnos desayunando con algunas de las aves más llamativas y coloridas del planeta como los tucanes, las lapas verdes y los divertidos colibrís.
Costa Rica es un lugar donde descubres que la tierra está viva con sus volcanes aún en activo, con las fumarolas en Rincón la Vieja, cráteres burbujeantes como el Poás, las lagunas de colores indescriptibles como en el P.N Volcán Tenorio, y el espectacular río Celeste en el que se dice que cuando Dios terminó de pintar el cielo de azul, lavó sus brochas en él. Quizás estar rodeado de tanta belleza me hiciera perder la perspectiva de lo que tenía ante mis ojos.

Ha sido, sin duda, el viaje más cansado de mi vida, el que más me ha exigido físicamente. Senderismo por paisajes asombrosos, ya sea recorriendo la costa de Bahía Drake por sus playas desiertas, recorriendo los parques naturales o bien subiendo volcanes. Un rafting en el río Pacuare, uno de los más divertidos que he hecho nunca. Barranquismo en paredes altísimas y con generoso caudal de agua. Descubrí lo que era el canopy en Volcán Arenal, deslizándome entre los árboles a 130 metros de altura gracias a un sistema de cables suspendidos haciéndome sentir cual Jane en la selva.
¡Pura Vida!

Y qué decir de la sorpresa que nos tenía preparado el fin de viaje, un descubrimiento que hará prometerme amor eterno a la península de Osa y a Finca Maresia.
Alejado de las rutas turísticas por su difícil acceso, nos dejamos llevar por la intuición y decidimos invertir los últimos días de viaje en este lugar de la costa al suroeste del Pacífico cancelando todos los planes posteriores. Nada más aterrizar supimos que iba a ser diferente.

En nuestro último destino nos esperaba Miguel, un madrileño que se había instalado años atrás en Bahía Drake, donde había creado de la nada su particular paraíso terrenal. No sólo es uno de los lugares más hermosos que he visitado, sino que el mero hecho de conocer a gente tan extraordinaria como Miguel fue ya de por sí toda una experiencia. Cada noche cenábamos junto a los demás viajeros un delicioso menú casero y terminábamos escuchando la historia de su ajetreada y nada convencional vida con una copita de ron.
Avistamiento de delfines y ballenas, buceo y snorkel en la isla del Caño entre tortugas, tiburones y mantas, la Playa de San Josecito en Bahía Drake o el P.N. De Corcovado es sólo una parte de lo que ofrece la salvaje península de Osa.

Así que tres por el precio de uno: soñar mientras preparas los viajes, vivirlos intensamente con todo lo bueno y lo malo (porque sí, en los viajes también hay momentos duros) y deleitarse al regreso, porque lo que has vivido es lo que te llevas para el resto de la vida.
¡¡¡Cómo te entiendo!!! Comparto contigo el 100% de tu relato. ¿Ya estás preparando algo para Navidad? Yo si y es un destino en el que y has estado. Gorila Treck. Saludos.
¿A ti también te pasa?
Tengo que investigar y escribir un post sobre este fenómeno postviaje 😉
Por cierto, aquí en Middle East no hay Navidad… así que no va a haber viaje. Iremos unos días a Palma y posponemos vacaciones hasta finales de enero, ya te contaré mis planes…
¿Kananga? Ya tengo el post preparado para publicar, auguro que te va a sorprender, gran destino…
Besines.