
Estrenándome en mis prácticas de Coach me decía Susana que se bloqueaba a la hora de escribir «¿qué puedo contar si a mí nunca me pasa nada?«. Entonces le pregunté qué idea tenía ella de los grandes escritores, ¿acaso todos tienen o han tenido una vida tan apasionante como la que describen? En cierta manera su pregunta me dejó traumatizada, pues pasan los días, aún no he tenido la oportunidad de salir de Bávaro y me digo a mí misma de qué voy a escribir en mi próximo post si apenas salgo de casa, encerrada en un complejo turístico metiendo codos en un intensivo de cursos a la espera de las merecidas vacaciones.

Pero entonces me doy cuenta de que yo misma he dado con la solución, porque el simple hecho de exteriorizar lo que a priori es un problema en tu vida de pronto se relativiza a la misma velocidad que se desintegra un polo en la playa. En apenas unos minutos surgen un montón de opciones sobre cómo inspirarse y, con permiso de Susana, tomo prestado el consejo que yo misma le daba hace unos días: “pon atención a tu alrededor, siempre pasan cosas”.
Y es así como me aplico el cuento y observo todo lo que ocurre en un hotel “todo incluido” en Playa Bávaro, llamado también hogar. ¿Quién dijo que Bávaro no es Dominicana? Convivo con miles de trabajadores dominicanos todos los días, trabajadores humildes con una historia sobre sus hombros cada uno, qué mejor manera de conocer la realidad que observarles, y mucho más importante, escucharles. A punto he estado de perder un valioso material explosivo que da para toda una saga. Sólo hay que abrir los ojos, estar atento y darse cuenta que en cualquier lugar y a cualquier hora suceden cosas. Eso sí, más vale tener siempre el bloc de notas y el boli Bic a mano, nunca sabes en qué momento el ser humano te va a sorprender.
Todo empieza cuando decido tomarme el día libre para hacer “gestiones”. Esto es, ir al gimnasio, hacer la compra, darme un repaso en el salón de belleza y darme un capricho. Lo que sea para sacar mi trasero del despacho que me he montado en casa.

La mañana empieza en el gimnasio dentro del mismo complejo hotelero. Está a cinco minutos andando desde la puerta de mi casa. Normalmente dejo el ejercicio para el final del día, señal de que no priorizo mi estado físico, pero como me dice Jessica, una compañera mexicana: «por primera vez en mi vida tengo un gimnasio gratis, cómo no aprovecharlo, si pudiera vendría dos veces al día«. Lo que suele ocurrir es que cuando son las seis de la tarde estoy tan cansada que la mayoría de las veces prefiero hacer como que estudio cuando en realidad estoy cotilleando el ¡Hola! en lugar de ponerme a sudar aún a sabiendas de que salgo de la clase de kick boxing con ganas de comerme el mundo.
Esta mañana la clase es de TRX, y como suele pasar, las caras de los clientes son nuevas. Es lo que tiene vivir en un hotel, coincides con los mismos huéspedes durante una o dos semanas, con algunos llegas incluso a hacer horas extras asestando golpes al saco, pero después retornan a sus casas y cada semana te toca interaccionar con nuevos clientes. Lo más divertido es adivinar sus nacionalidades y observar sus atuendos, pues es curioso como la mayoría acuden con quemaduras de tercer grado, muchas mujeres en bikini, shorts y camisetas playeras, jovencitas con trenzas caribeñas y mil combinaciones estrambóticas, o como la señora francesa que, pasados los 50, aparece hoy en clase sin sujetador. Pero para meteduras de pata, como siempre, la mía. Alexander es un pizpireta entrenador que parece tener muelles en los pies a pesar de su baja estatura. Teniendo dificultad para montar el TRX en lo alto de la barra, me ofrezco a ayudarle bromeando sobre el palmo que le faltó crecer, a lo que sin acritud me responde “siempre fui pobre, nunca me alimentaron bien de pequeño”, glupssssss….

Mi segunda actividad del día es acudir al salón de belleza. Me atiende una joven dominicana muy pausada y amable. La llamo por su nombre “buenos días Audrie”. Automáticamente se lleva la mano al pecho y advirtiendo que no lleva la placa identificativa obligatoria y me pregunta asombrada cómo he adivinado su nombre “te veo todos los días, ¿cómo no voy a saber cómo te llamas?” Juraría que se emociona. Mientras toma nota de mi reserva pregunta qué día es, a lo que su compañera le responde “es tu día Audrie, es el día de los locos”. Les pregunto si el día 28 es una celebración especial tipo el día de los inocentes en España, pero resulta que la única inocente en la conversación soy yo. Me dicen que en Santo Domingo hay un hospital psiquiátrico en el kilómetro 28, por lo que este número va asociado para siempre a la locura. Nos reímos y Audrie me dice que los dominicanos siempre tienen ocurrencias para todo, “somos muy imaginativos”.

Me cuenta también que le gustaría ir a España de vacaciones, pero que el sueldo no le alcanza y que tampoco tiene muchos días libres, sólo 15 días al año, y vas sumando días según la antigüedad, trabajando doce días seguidos y descansando tres, “trece días este mes porque tiene 31”, puntualiza interviniendo la limpiadora que confiesa no haber salido nunca de Higüey. Después paso a manos de Clara, quien me pregunta si estoy segura de querer una depilación brasileña, pues muchas clientas desisten tras el primer tirón. Me pregunto si va a depilarme con un látigo mientras me explica que muchas turistas llegan al Caribe queriendo hacerse cosas «nuevas», por lo que no sería la primera vez que alguien sale corriendo de la camilla desistiendo de la moda brasileña. Al acabar la sesión me felicita “eres una leona Laura”, mientras yo me dirijo hacia la salida todo lo digna que puedo preguntándome si hace mención sólo a mi bravura.
Es la hora de comer, así que a falta de Thermomix -pues pasado un mes aún sigo esperando mi mudanza desde Cancún- me dirijo al buffet donde me encuentro con Andrés, el maître. Charlamos un rato y me pregunta cómo llevo la adaptación. Le digo que poco a poco, acostumbrándome al ritmo de las cosas, a lo que me contesta “en Dominicana las cosas difíciles se hacen lentas, los milagros tardan un poco más”.
Respecto a comer todos los días en el buffet, he de confesar que es un acto de contención. La variedad –y calidad- de los platos que se ofrecen es tan extensa que el camino de casa al comedor lo hago repitiéndome que tengo que contener la gula y seguir el método japonés: el menú ichiju san-sai, que consiste en reunir en una sola comida una sopa, un plato principal, dos acompañamientos, un cuenco de arroz y un plato de verduras, perfectamente equilibrado. Y normalmente mi táctica funciona porque además intento reunirlo todo –salvo la sopa- en un mismo plato, así que configuro un menú saludable y variado donde no hay cabida para el pan ni para el postre. De no ser así debería machacarme ocho horas al día en el gimnasio para quemar calorías. Por favor, autoridades dominicanas, permitan la entrada de mi Thermomix en el país, por caridad.

Decido que ya que me he tomado el día libre aprovecharé para ir a hacer la compra, lo cual me va a llevar toda la tarde con mi manía de ir a cuatro supermercados distintos para una sola lista. La primera parada es la papelería donde la escena se repite cada semana cuando acudo para cargar material de oficina: dos chicas que no separan la vista del móvil y que por más que lo intente nunca sonríen. Cada vez que se despiden con “a la orden” me entran ganas de decirles que lo que les voy a ordenar la próxima vez es a saludar mirándome a la cara. La segunda parada me reconforta. Entro en una tienda a precio de gringo donde me pruebo bikinis en un vestidor con una luz tan poco favorecedora para mis cartucheras que invita a salir corriendo. Lo mejor es la chica que me atiende, con la música a todo volumen mientras canta y baila la bachata de turno al otro lado de la cortina. Como me decía un español hace unos días, «no se aprenderán nunca el nombre de las pizzas del restaurante al que voy desde hace años, pero las letras de las canciones las memorizan en una tarde«.
Lamentablemente la parte superior del bikini me viene grande, a lo que ella responde que eso se arregla apretando cual Mammy ajustando el corsé a Escarlata O’hara, hasta que le pido que por favor no insista, que no es cuestión de apretar sino de masa corporal. “Mira -le digo- si es que yo estoy muy plana, estos voluminosos modelos son para vosotras” a lo que sale la dueña de la tienda diciendo que sus pechos engañan, que lo que están es gordas, pero que en realidad utilizan push up!

De ahí me voy a hacer la ruta de supermercados, y dejo para lo último el más cercano, el Iberia, un copia y pega del logo de la compañía aérea y donde se pueden encontrar productos españoles. Esta vez mi parada es exclusivamente para comprar horchata valenciana. Por aquello de las roturas de stock me llevo seis botellas de horchata, las que me caben en la cesta, y a la hora de pasar por caja la dependienta me pregunta si es leche. Intento explicarle qué es la horchata, y le recomiendo que la pruebe bien fría porque es dulce y muy refrescante. Me mira con cara escéptica, algo que el chico que embolsa advierte y dice “ustedes los españoles sí que saben comer bien, les gusta probar ingredientes y cocinan con recetas, no como nosotros, que comemos comida criolla, siempre lo mismo, arroz, habichuelas y carne guisada, cada día lo mismo y mira la muchacha qué barriga tiene”. La verdad es que me deja sin palabras, me defiendo diciendo que aún no tengo el placer de haber comido platos criollos, y pensando en la cantidad de azúcar que debe contener un vaso de horchata prefiero no volver a sacar el tema y reprimo la idea de regalarle una de las botellas.

Así es como vuelvo a casa y me preparo para la cena de la noche. Hoy toca cenar en uno de los restaurantes del hotel aprovechando la visita de un amigo. Decidimos probar uno de los llamados refinados a la carta y ya el comienzo es espectacular, pues la chica encargada de tomarnos nota apoya los codos en el respaldo de la silla esperando a que decidamos el menú. Tras la cena salimos a tomar una copa a uno de los bares cercanos a la recepción del hotel. La verdad es que jamás hubiera imaginado el ambiente que se mueve en este tipo de recintos. Una copa tras otra vas observando la fauna que convive en un complejo de casi dos mil habitaciones. A medida que avanza la noche la cosa se va poniendo interesante. Por un lado ver actuar a los camareros, uno de los cuales se golpea con un cajón gritando “quién deja esta vaina abierta” enfadado y cojeando de un lado a otro, mientras que su compañera de barra le grita que vaya a su mamá a que le cure. Todo bajo la impasibilidad de los clientes que, juraría, se divierten con este tipo de espectáculos.
Pero los que más juego dan son precisamente los usuarios de la pulserita unido al peligro del “todo incluido”. Me pregunto cuántas veces se repetirá la frase de “esta ronda la pago yo” durante la noche. La cuestión es que el alcohol hace mella en los clientes porque a medida que pasan las horas la estampa más habitual es encontrar a más de uno incapaz de recordar su número de habitación, otros incluso sin habilidad para articular palabras, y los menos, afortunadamente, incapaces de caminar. Alguna que otra pelea entre cuñados y más de una intoxicación etílica de lo más lamentable. Sin duda las imágenes son dignas de que me acomode en mi butaca -piña colada en mano- pues por momentos me siento inmersa en un guión propio del mismo Almodóvar. A partir de hoy me declaro fan incondicional de los trabajadores de recepción –turno de noche- porque hay que tener muchas tablas para resolver los incidente nocturnos.
Así que la próxima vez que me agobie pensando que ya es miércoles por la noche y aún no he escrito nada, que no cunda el pánico, porque nunca hay dos días iguales, y desde luego, en apenas 24 horas siempre vas a encontrar material de sobra que no te va a dejar indiferente. Como dijo Winston Churchill, hay que tener valor para levantarse y hablar, pero también para sentarse y escuchar.
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(*) Gracias a Pco.arte por la ilustración de la portada: http://cargocollective.com/pco
Mi vida fuera de España comenzó en Fuerteventura, trabajando en un hotel de estos del todo incluido ( Isla tranquila dicen…ja! ) Lo mejor de este tipo de sitios es qué la gente se relaja, qué para algo están de vacaciones y no tienen qué preocuparse de cubrir ningún gasto, a no ser qué quieran salir del complejo claro…Así qué siempre están todos más receptivos a la hora de conocer gente y de charlar con una persona totalmente desconocida.
No sabes como me suena lo de las quemaduras de tercer grado! He visto alemanes de color azul qué creo tendrían qué haber sido hospitalizados! Pero todo sea por aprovechar el todo incluido… Y los empleados del hotel seguro te dan para una serie! Véase si no Devious Maids o Vacaciones en el Mar por decir algunas 🙂
Have fun!! Read you next week!!!
Flora, nunca dejas de sorprenderme, trabajando en un «todo incluido», la de cosas que se ven y se viven aquí, si pudiera contar todo lo que veo, ¡¡¡jajajajajajajajajaja!!!! tú ya me entiendes 😉
A mí lo que más me sigue sorprendiendo es cómo se transforma el ser humano delante del buffet, los «all you can eat» de Qatar me parecen una broma al lado de las señoras que teniendo el plato lleno y sirviéndose el tercer pollo ya tienen el ojo derecho apuntando a la próxima bandeja sacando los codos para que nadie se lo quite ¡es brutal!!!!
Lo de «Vacaciones en el Mar» un puntazo, cómo olvidar esta gran serie… 😉
Muchos besines y disfruta tu Galicia Calidade, fresquíssssssimo…