
A menudo defendemos la democracia como el modelo a seguir, y puede que a pesar de sus defectos siga siendo la opción menos mala de cuantas conocemos. Sin embargo, no por ello debemos dejar de hacer autocrítica o creer que no sea mejorable, porque la única manera de seguir hacia adelante es mirar de cara la realidad en la que vivimos y preguntarnos de qué estamos hablando. Y es importante marcar nuestro objetivo porque incluso en los países modernos y democráticos se utilizan los medios de comunicación, los grandes eventos deportivos o de entretenimiento colectivo precisamente para distraer las mentes de los ciudadanos. De este modo el foco de atención se desvía hacia lo que interesa a quien ostenta el poder manipulando la conciencia y el pensamiento. Como afirma el antropólogo Marvin Harris, las distracciones mantienen a la gente fuera de las calles.
La educación no sólo es la herramienta para adquirir conocimientos, también puede ser utilizada para transmitir ciertos valores. Si la educación está en manos de los estados, según cuales sean los valores de estos estados variarán los valores de sus ciudadanos. Algunos modelos educativos de las sociedades democráticas capitalistas pueden actuar como instrumentos de control político, más sutiles que los métodos violentos y agresivos de sociedades dictatoriales. Nuestra educación dista de ser modélica, pues a pesar de la supuesta “libertad” de Occidente se siguen utilizando métodos anticuados apelando al miedo para el mantenimiento del orden. ¿Quién nos prepara para el éxito o para el fracaso? Más aún, ¿qué esperar de un país que ignora el estudio de las Humanidades porque lo considera superfluo e innecesario? Se rechaza la creatividad y ya no importa si sabes escribir sin cometer faltas de ortografía.
Ya lo decía J.R. Moheringer en su conmovedora novela El bar de las grandes esperanzas, donde el dueño del bar Dickens, Steve, «impartía, todas las noches, lecciones sobre democracia, o sobre la pluralidad especial que propicia el alcohol. De pie, desde el centro del local, veías a hombres y mujeres de todos los estratos de la sociedad educándose unos a otros, maltratándose». Si una cosa nos ha proporcionado la democracia -a los afortunados que la disfrutamos- es la libertad de expresión y de pensamiento, sólo que cada uno se expresa y piensa como puede o como quiere.
Por ello me he dedicado estos últimos meses a reflexionar sobre si realmente es la democracia lo que traería la paz en el mundo, al menos en las zonas conflictivas de Oriente Medio y de tantas regiones de África. Quizás estamos partiendo de una premisa equivocada.
Los Estados nacieron en la Europa feudal del siglo XII con la intención de dominar y unificar territorios. Sin embargo, las fronteras en el continente africano y en el Próximo Oriente son separaciones artificiales definidas a golpe de tiralíneas. Quizás la crisis en algunos países musulmanes tenga que ver con que estas fronteras y banderas no se identifican con la identidad de sus gentes, con su raza, etnia o religión. Como escuché decir a un periodista hace unos días, quizás es Europa y Occidente quienes no los entendemos a ellos. Por qué derrocar a los grandes dictadores sin un plan B dejando una situación aún peor de la que tenían y que ha servido para dar vía libre a los extremistas, fanáticos, radicales y terroristas. Por poner un ejemplo, la Primavera Árabe permitió a Egipto convocar sus primeras elecciones democráticas dando por ganador a los Hermanos Musulmanes -suceso que incomodó a Occidente- sembrando el caos, el terror y la violencia entre la población. Siria está sumida en una guerra interminable, Libia o Yemen no tuvieron mejor suerte, los ciudadanos de Bahréin aplastados una y otra vez ¿qué lectura podemos hacer? Quizás se debiera estudiar el terreno antes de aplicar la misma fórmula a todo el mundo. Primero deberíamos pensar que nuestro modelo no sirve para todos, y en segundo lugar, entender que hay sociedades y culturas distintas a la nuestra que se rigen por otras normas y costumbres. Gran parte del mundo musulmán, por ejemplo, se rige por un solo libro, Occidente por muchos, afirmaba el periodista.
La democracia occidental es modelo de libertad y tolerancia frente la tiranía de muchos países. Mientras que en Occidente la religión es una cuestión individual, en otros lugares es el propio Estado. El pecado de la democracia es rendirse ante los intereses del capitalismo pagando un precio muy alto, por ejemplo, ante Oriente y sus tiranos.
Otra de las muchas maneras de entender nuestra democracia es comparándola con otras: la democracia española puede ser para los mexicanos lo que para los españoles el modelo nórdico: una utopía. Todo es, una vez más, relativo. Está muy bien ser autocríticos, pero sin pasarse, «porque siempre hay alguien que está mucho peor», les decía a los neozelandeses que se quejaban de la corrupción de sus políticos. «Qué sabréis de putrefacción política», repetía una y otra vez.
Una de las características de la democracia teórica es la igualdad. Sin embargo, no debemos olvidar que el sistema capitalista -nacido con la Revolución Industrial y precedida del comercio ultramarino en la época de las grandes expediciones europeas allá por el siglo XV- es el mayor culpable de las desigualdades sociales del siglo XXI. Ya Karl Marx afirmaba que los Estados habían nacido con el único propósito de proteger los intereses económicos de los dirigentes. Si bien el comunismo no consiguió evitar el sistema de clases, creo que estuvo muy acertado al apuntar el creciente desequilibrio estructural entre la clase obrera y la clase dirigente.
Occidente tiene el dudoso honor de haber exportado a todas las sociedades y culturas el capitalismo y sus consecuencias: la concentración de la riqueza, las multinacionales, las grandes compañías petrolíferas, el sistema bancario, la especulación urbanística, problemas raciales y tantas otras perlas. Todo un logro viendo que hasta los chinos empiezan a padecer su particular burbuja inmobiliaria.
El siglo XXI vive unos momentos de agitación política, y no sólo en nuestro país. En unos lugares se intenta abrir camino la democracia con más o menos éxito, en otros sencillamente no encaja. Pero también hay que saber abrir los ojos y saber diferenciar entre la democracia teórica a nivel formal -la que aparece en las constituciones- y las democracias reales que no son más que, en mi humilde opinión, dictaduras encubiertas donde se reacomodan los partidos políticos de siempre que siguen tomando decisiones por el bien de sus propios intereses.
Si queremos elegir en qué escenario jugar, quizás los ciudadanos tengamos que implicarnos más y delegar menos.
Extraordinario esta semana, Laura. Me ha encantado tu planteamiento. Esperando al aviso en mi mail de tu nueva entrada la semana que viene. Besitos Nina. Cuida’t.
Muchas gracias Ana, siempre es complicado escribir sobre estos temas. Intento hacer mis deberes como ciudadana con espíritu crítico-constructivo 😉
Una abraçada!
Laura.