
La pasión por la comida, desde su elaboración hasta su presentación y exhibición, ha fascinado siempre desde la Antigüedad. Basta recordar los rituales a los Dioses egipcios o griegos, las ofrendas a los ancestros de los pueblos indígenas quienes eran alimentados según su condición hasta el despliegue del fenómeno Estrellas Michelín o los grandes espectáculos televisivos actuales.
Los grandes antropólogos M. Harris y Levi-Strauss mantuvieron un interesante debate sobre si la alimentación es una necesidad material, un símbolo o un espectáculo. Sin duda, actualmente el mundo de los instagramers, redes sociales, internet y la televisión han popularizado y convertido en espectáculo culinario todo aquello relacionado con la alimentación. Paralelamente al escaparate culinario surgen movimientos o tendencias relacionadas con el “fitness culture”, el rechazo o el apoyo a los transgénicos, el creciente interés por la agricultura ecológica sin que todo ello nos ayude a entender qué estamos comiendo realmente.
De lo que no se puede dudar es del valor cultural de la comida.
De lo que no se puede dudar es del valor cultural de la comida. Mis recuerdos se remontan a más de 30 años cuando en casa era un ritual a mediados de los años 80 sentarse delante del televisor junto al resto de la familia para ver el programa “Con las manos en la masa” cuya banda sonora todos –salvo los millennials– pueden tararear y recordar a un desconocido Joaquín Sabina. Para los más jóvenes, este famoso programa liderado por Elena Santonja fue la antesala de iconos como Karlos Arguiñano.
Una escena menos familiar pero igualmente vinculada al nexo entre cultura y comida es Jessica Lange en “El cartero siempre llama dos veces” por razones obvias.
No podemos vivir sin folklore, sin tradiciones, sin recetas gastronómicas. No sólo son necesarios para engordar nuestros estómagos, sino también para engordar nuestra mente. ¿Qué dice de un pueblo que no tenga cultura gastronómica, no tenga rituales culinarios o no utilice utensilios en la cocina? No se llenan ni el estómago ni la mente, es como no tener alma, es comer para simplemente sobrevivir.
No podemos vivir sin folklore, sin tradiciones, sin recetas gastronómicas. No sólo son necesarios para engordar nuestros estómagos, sino también para engordar nuestra mente.
Más allá de la televisión, no tuve una educación culinaria propiamente dicha. Mi madre solía decir que cocinaba para seis hijos y un marido y que no se le daba nada bien, algo de lo que siempre discreparé. Nunca mostró mucho entusiasmo en la cocina más allá de la necesidad de alimentarnos a todos. Pero sí recuerdo un viejo cuaderno de notas con espiral donde mi madre iba anotando sus recetas tradicionales así como el manoseado y célebre libro de recetas de Madó Coloma.

Lo único que fui capaz de aprender a cocinar fue la coca de trempó que, como todo según mi madre, se hace en dos minutos y las cantidades van a “ojo”.
Así pasaron los años, sin que yo cocinara ni un simple huevo frito porque los rompía sistemáticamente nada más intentar abrirlos. O me retiré de hacer tortillas tras la tragedia de que se me cayera al suelo una de ocho huevos. Todo el mundo me decía que no me preocupara, que ya aprendería a cocinar cuando tuviera hijos. Pero ese momento nunca llegó, aunque me casé y eso viene a ser casi lo mismo.
Todo el mundo me decía que no me preocupara, que ya aprendería a cocinar cuando tuviera hijos.
Los primeros años no fueron problema porque nos gustaba salir, probar todos los restaurantes y mi entonces novio me cocinaba toda clase de exquisiteces los fines de semana. Hasta que decidimos iniciar la triple aventura (por este orden) de dejar nuestros trabajos, casarnos e iniciar nuestra aventura personal y profesional lejos de Mallorca por lo ancho y largo de este mundo hace ya casi cuatro años. Desde entonces, los recursos culinarios en el extranjero se fueron estrechando cada vez más.
Es curioso, pero hasta que no sales de tu país no te das cuenta de lo rico que es gastronómica –y por ende- culturalmente nuestra tierra. Conseguir aceite de oliva virgen, unos tomates, un poco de jamón (que no prosciuto), unas verduritas buenas, cualquier cosa a la que no damos valor hasta que dejamos de tenerlo. Así aprendí a esconder suculentos manjares entre la ropa interior de las maletas. O cómo una deliciosa sobrassada de porc negre acabó colgada en la cocina de Doha.

Siendo yo la que pasaba más horas en casa y la encargada de la logística familiar tuve que espabilar y satisfacer el estómago de mi ya esposo después de largas y duras jornadas laborales. Entonces vi la solución, no sin mi Thermomix, y desde entonces se acabaron los problemas.
Sin embargo, ese vínculo cultural –y hasta emocional- con la comida debe existir realmente. Me doy cuenta cuando hoy me da por hacer una coca de trempó -después de un año desde mi última experiencia con el horno- y veo la cara de mi marido cuando entra por la puerta y la ve sobre la mesa de la cocina: salta de alegría como si le acabara de tocar el gordo de la lotería de Navidad.
Estómagos llenos que pasan hambre, estómagos vacíos que no tienen hambre.
Así pues, con este experimento casero se demuestran las construcciones simbólicas de la comida. Personalmente, me da una pereza enorme tener que amasar, cortar la verdura, se me olvida que he dejado el horno encendido… en fin, soy un auténtico desastre en la cocina. Pero hacer una simple coca de trempó representa mucho en mi mundo simbólico: significa trasladarme a las comidas familiares donde la coca es el aperitivo y hasta el postre si te has quedado con hambre. Es el papel de cocina que tu madre arranca para que te lleves otro trozo a casa. Es recordar quién soy y de dónde vengo, mi cultura y mis tradiciones gastronómicas por muy lejos que esté.
Es sufrir hasta que pruebo el primer bocado y compruebo que ha salido buena y que honro la memoria de mis antepasados. Es un cúmulo de recuerdos y emociones que me vinculan a mis orígenes. Por ello no es de extrañar que me limite a una vez al año, una por cada país en el que he vivido o, simplemente, para compartir un pedacito de mí con los demás allá donde vaya, como fue el caso de Nueva Zelanda para despedirnos del país y de quienes nos acogieron como uno más de la familia.

Así que sin más preámbulos, os dejo la receta de la famosa coca de trempó de mi madre con una simple variación. En lugar de levadura, yo le echo un vasito de cerveza, mi sello personal como no podía ser de otra manera.

Ingredientes:
- Dos tomates para ensalada o tipo pera
- Un pimiento verde italiano
- Una cebolla pequeña
- Un ajo
- Harina de Fuerza
- Un vaso pequeño de aceite de oliva
- Un vaso pequeño de cerveza
- Sal y pimienta
- Pimentón dulce
Se trata de hacer La Ensalada típica mallorquina que acompaña cualquier plato. El nombre de trempó viene del verbo “trempar” que significa aliñar.
El nombre de trempó viene del verbo “trempar” que significa aliñar.
Para la masa (quien le llama masa de pizza obviamente no ha nacido en Mallorca), mezclar un vaso pequeño de aceite de oliva con la misma medida de cerveza. Tradicionalmente, en lugar de cerveza se le añade agua y la levadura a parte, pero el truco de la cerveza te quita el hambre y la sed de un plumazo como dice mi hermano.
Añadimos un pellizco de sal y vamos añadiendo harina “de fuerza” hasta que quede una masa compacta. El truco es muy sencillo: se mezclan el aceite y la cerveza con la harina y se amasa hasta que deje de pegarse la masa en los dedos. Cuando seas capaz de amasar sin restos en las manos es que está lista para extender la masa en la bandeja.
Se enciende el horno a 200 grados y se deja reposar la masa mientras pasamos a cortar las verduras.
Se cortan los tomates, el pimiento, las cebollas y el ajo en trozos pequeños. A mí me gustan muy pequeños, pero en le horno se queman más fácilmente. Se aliña con aceite, sal y pimienta negra (al gusto o “a ojo” como decía mi madre). Cuando hacemos la ensalada, soy muy generosa con el aceite porque me encanta mojar el pan, pero al ser una trempó para la coca no hay que excederse, de lo contrario la pasta quedará demasiado húmeda (y blandengue).
En Mallorca tenemos “llaunes” (bandejas) para extender la masa sin que se pegue (cuanto más usada mejor), pero en alguna de mis mudanzas acabé perdiéndola, por lo cual tuve que comprar una charola para nosotras las mujeres en México. Así que cualquier bandeja baja en la que se puede poner un poco de aceite para que no se pegue o, mejor, papel de hornear o papel de aluminio.

La parte más laboriosa para mí es alisar la masa en la “llauna” para que quede una masa fina, tan fina que sea casi transparente. Desde el centro hacia las esquinas y tirar la masa que sobre con las palmas de las manos (como se ha hecho toda la vida) o con un rodillo. Para quienes tengáis niños, los restos de masa se les puede dar para que ellos hagan sus mini cocas. Yo lo hacía de pequeña y me encantaba.
Una vez tengamos la masa bien extendida en la bandeja, levantamos un poco los lados (es una cuestión estética y para que no se desparrame el trempó, y porque hay a quienes les encanta comerse las esquinas). Se extiende la ensalada de trempó de manera uniforme sobre la masa.
Antes de verter la ensalada precaliento 5 minutos la masa porque me gusta que quede bien crujiente.

Depende del horno, así que no daré tiempo de cocción, porque los hay que tardan 1 hora y los hay que en 20’ están listas. Mi primera coca en el extranjero la hice el día de Navidad de 2008 en el Estado de Virginia (USA), y subestimé la potencia de los hornos americanos, así que cuidado.
Dejar enfriar una media hora y lista para comer. La tradición manda y se recomienda cortar en trozos cuadrados.
Por supuesto, esta receta tiene mil variaciones, como sustituir el trempó por pimientos asados o cebolla caramelizada, al gusto. Eso sí, se ruega encarecidamente no añadirle bajo ninguna circunstancia piña, no vayamos a liarla.
Si te atreves con la receta no dudes en compartir el resultado 😉
Estoy recien llegada y recien pasado el proceso de abandono de trabajo, casarme e venirme a Qatar.
Mi padre es mallorquín… parece que hablas de mi.
Gracias por la receta, estoy empezando mis andanzas por la cocina. Soy celiaca y lo se desde el verano pasado, tengo que aprender a cocinar y mirando bien los ingredientes.
Saludos!
Hola Lucía, bienvenida a Qatar y a esta nueva etapa de tu vida.
Sólo puedo decirte que dar tan tremendo paso fue lo mejor que me ha pasado nunca. Desde que aterrizamos en Doha nuestra vida ha sido un no parar en experiencias y crecimiento personal y profesional. Espero que lo disfrutes y seas tan feliz como yo lo he sido. También tuve que aprender a cocinar (algo que odiaba y sigue dándoseme tan mal).
Así que ánimo y a disfrutar de la aventura 😉
Un abrazo y gracias por compartir.
Hola!!! Si te lanzas a probar la de cebolla caramelizada, ponle canónigos y queso de cabra. La hacen en sa Camena y, después de años viéndola en el
Mostrador y pensando que no tenía ningún sentido…. he acabado rindiéndome a esta variedad tan moderna!! Eso sí, como la tradicional, ninguna…
Besitos pareja!!
Lamentablemente voy a tener que rechazar tan suculenta invitación a innovar. Al final resulta que el tradicional es mi marido «quiero la de siempre», dice Gabi
Pero que conste en acta que a mí se me hace la boca agua con la receta.
Gracias!!!
Pues la próxima vez en palma, comida en casa y aperitivo con los dos tipos. Yo también soy de clásicos, pero es que esta está de rechupete!!
¡Me apunto!!!!
Aunque entre tú y yo, qué te apuestas que la hago yo en casa y se acaba en un periquete, jajajajajajaja!!!
Espero poder celebrar pronto el reencuentro, familia.
Besosssssss
Que no hi posas saïm?
Yo tampoco habitualmente. Solo me empeñé en ponerlo en Qatar. Y lo conseguí.
Bon profit.
Li vares posar saïm? a Qatar?
Eres mi héroe Juan. Y por cierto, la próxima vez que nos veamos hacemos una cata de «coques de trempó». Para mí es una tradición hacer una en cada nuevo lugar que conforma mi hogar, es un momento muy, pero que muy especial. Cosas mías, pero seguro que me entiendes 😉
Besos.