
Si alguna vez has tenido el sueño de vivir en un paraíso ¿cómo te lo has imaginado? En mis sueños siempre ha sido la imagen de playas vírgenes solitarias de arena blanca repletas de palmeras. Adoro el mar, no puedo imaginarme la vida lejos del agua salada ni estar dos días seguidos sin ver el sol. Me encanta caminar por la orilla, el contacto de mis pies con la arena mientras el agua del mar moja mis empeines con el vaivén de las olas.
Soñé muchas veces con poder levantarme de la cama, dar un salto y ver salir el sol en la playa. Cerrar los ojos y entrar en trance con el sonido del mar. Soñé otras tantas veces con encontrar esos chiringuitos de playa donde comer pescado fresco por un módico precio sin tener que dejarme un riñón o pelearme por una mesa entre la marabunta de turistas. Soñé con poder salir del trabajo y acabar el día tomándome una cerveza bien fría con una puesta de sol como las de las postales que venden en las tiendas de souvenirs.
Y será de tanto soñar que al final se hizo realidad.

“¡Qué suerte tienes de vivir en el paraíso!” me dicen, “Sí, pero hasta el paraíso tiene sus inconvenientes”. “Con estos paisajes cualquiera es feliz, vente al asfalto madrileño” me responden, “sí, pero echo de menos las cañas, ir al teatro o entrar en una biblioteca”. “Tus fotos parecen fondos de pantalla y vos lo tenés todos los días” me dicen desde Argentina, “cierto, pero no sabes lo que no sale en las fotos” me digo a mí misma.
Pepa, desde Bali, postea una de esas fotos de infarto de una cena romántica en la playa para turistas y nos reímos porque sabemos todo lo que sucede en el backstage.
Como esas bodas en la playa donde todo parece una película romántica con final feliz mientras lo que no sale en la foto son los centenares de turistas con sus barrigas colgantes haciendo fotos con sus móviles, niños correteando a dos metros de la romántica ceremonia o una nube negra que amenaza con descargar litros de lluvia justo en el momento del sí quiero.
El paraíso tiene un precio. Como los cuentos de hadas, nos hemos creído todo lo que nos han contado, y es como una verdad a medias. Siempre digo que mis fotos en mi cuenta de Instagram no mienten. Si siempre muestro playas solitarias es porque soy muy de madrugar. Unas horas después suelen estar abarrotadas.

Los atardeceres son reales, pero no se dan donde yo vivo por una cuestión de orientación. Las playas infinitas con palmeras de postal se repiten a lo largo de toda la costa caribeña, pero busco una perspectiva donde no salgan las montañas de plásticos que arrojan más los insensatos que el mar.
Tampoco son falsos los deliciosos platos de pescado y marisco que devoro por precio irrisorio en cualquier chiringuito de playa, pero lo que no sale en las imágenes foodies son los decibelios de la omnipresente bachata (en el mejor de los casos), salsa, merengue o peor, el reggaeton. Tampoco sale en el encuadre la cantidad de gente que come en la playa y olvida recoger la basura que ha generado.
Mis amigas me dicen que tengo un olfato especial para descubrir lugares mágicos, hoteles con encanto y restaurantes únicos. Más que olfato hay mucho trabajo de campo, es cierto, y un trabajo arduo porque no hay mucho donde elegir. El turismo alternativo a los grandes complejos hoteleros “todo incluido” aún está por desarrollar, y no hablemos del turismo rural en un país que lo tiene todo.
La oferta gastronómica cuando no vives en una gran ciudad es pírrica, cara y de mala calidad. Abren constantemente nuevos restaurantes, cada vez más bonitos y más instagrameables, pero lo cierto es que duran un suspiro. La calidad de sus platos dura lo que aguanta el chef en la cocina. Mi marido y yo tenemos una máxima, vamos a probarlo antes de que decaiga. Porque así es, no se puede vivir sólo de una bonita decoración.

Me preguntan a menudo por qué sólo posteo imágenes de comida y de playas de ensueño, no sé si con envidia sana o como reproche de superficialidad. A lo que respondo sin titubear que poco más hay que hacer cuando vives en el Caribe. No es una queja, es una realidad.
De hecho, he tenido la necesidad hoy de escribir este post porque llevo unos meses con una enorme borrasca sobre mi cabeza. Necesito un cambio. Sobrevuela la idea de largarme de aquí. Por momentos siento que me asfixio y que todo me aborrece.
Echo de menos pasear por la ciudad, entrar en un bar, sentarme en la barra, pedir una caña y que me inviten a una tapa. Echo en falta entrar en una librería porque me acordé que me apetece leer el libro de Guillermo Altares en papel. Echo de menos visitar un museo, sentarme en la sala de las pinturas negras de Goya o recorrer el Prado con el libro de Ximena Meier en la mano.
Echo de menos las quedadas con los amigos para cerrar restaurantes. Una buena conversación. Plantarme en la puerta del cine y entrar en la sala que me encaje mejor con la hora. Echo de menos quedar para desayunar en un bar de barrio y ponerme al día con una buena amiga mientras engullo un bocata de calamares o un llonguet mallorquín con un café con leche en vaso de cristal. A veces, aunque sólo a veces, echo de menos un día de frío y manta en el sofá de casa.

Por otro lado, cuando esa nube negra sobrevuela mi cabeza con la idea de volver a empezar lejos de aquí, rompo con toda la negatividad y organizo una de mis escapadas terapéuticas en otro paraíso de los muchos que abundan en el país para recordarme lo mucho que me ofrece. Debo pellizcarme para recordar que es real y que soy una hipócrita por pensar que cualquier tiempo pasado fue mejor o que lo mejor está siempre por venir.
No sé si es la naturaleza humana o mi constante inconformismo, pero últimamente estoy en modo boicot. Mi vista se fija (por no decir que se obsesiona) con todo lo que no me gusta, en las montañas de basura, en las personas maleducadas que hablan dando voces, en los kamikazes de la carretera en lugar de poner toda mi atención en todas las cosas bellas que me enamoran y me rodean. Me obligo a decir que todo esto es lo que voy a echar de menos el día que me vaya.
Porque la vida simple es no necesitar más que un par de zapatos y ropa de verano todo el año. No ir de compras y dejarme el sueldo. Los espacios al aire libre. Los restaurantes sin muros ni ventanas. Poder secarme el pelo al viento. Ver salir el sol todas las mañanas en un acto casi místico. Dar un paseo matinal por la playa antes de empezar mi jornada y ser consciente de que no necesito nada más.

Haber hecho realidad mi sueño de vivir en una playa rodeada de palmeras. Poder levantarme de la silla, salir de mi despacho y poder darme un refrescante baño en menos de cinco minutos y regresar a mi trabajo como si nada.
Vivir en el Caribe es vivir rodeada de personas que siempre ven el lado buena de las cosas. Que te saludan aunque no te conozcan de nada. Que todos los problemas se relativizan con una facilidad asombrosa.
La felicidad no debe depender de los factores externos, sino de tu actitud ante la vida. Vivir en el paraíso, al fin y al cabo, es hacer todo lo que haces con pasión. Así que me sacudo como un perro recién salido del agua y me digo “vívelo, porque esto es lo que echarás de menos cuando no lo tengas”.
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