
En el Artículo 19 de la «Declaración Universal de los Derechos Humanos», se lee: «Todo individuo tiene derecho a la libertad de opinión y expresión; este derecho incluye el de no ser molestado a causa de sus opiniones, el de investigar y de recibir informaciones y opiniones, y el de difundirlas, sin limitación de fronteras, por cualquier medio de expresión.»
Y es un derecho que no te cuestionas si has nacido en un país democrático. Probablemente no pensé jamás hasta ahora las consecuencias de no poder ejercer mi derecho a expresar mi opinión.
Hemos leído acerca de nuestra historia más reciente, nos la han contado nuestros padres y abuelos, nos la han narrado y visualizado en el cine, la hemos estudiado en la escuela, incluso nos la han cantado. Pero muchos no la hemos vivido, y por lo tanto, no la hemos sentido.
No podemos entender el significado de la memoria histórica, ni le damos mucha importancia a la conmemoración de la Constitución. Hemos visto hasta la saciedad películas sobre la Guerra Civil, sobre las devastadoras guerras mundiales, el holocausto nazi, el Apartheid, y tantas otras desgracias provocadas por el propio ser humano. Pero pocas veces nos habremos parado a pensar por qué luchaban y por qué murieron tantos hombres y mujeres. Porque parece que ya estamos anestesiados de todo, porque ya todas las noticias nos parecen iguales.
Hasta que te toca vivirlo a ti.

Nací en un país que acababa de salir de una dictadura, en un país que supo con más o menos fortuna construir una democracia a finales de los años 70, un país que se repuso de años de oscuridad y represión, un país que supo ocupar un lugar en el mundo y que nos dio a los que nacimos en esa maravillosa época todo lo que podíamos necesitar.
Nuestros padres nos enseñaron a dar valor a las cosas, dar valor a todo lo que ellos no tuvieron. Nos dieron estudios, pudimos ir a la universidad, algunos incluso pudieron estudiar fuera y viajar para conocer el mundo. Pudimos elegir en qué creer y qué queríamos ser de mayores.
Y lo tuvimos todo en nuestra mano para ser aquello que quisimos ser.
Pero no todos han tenido la misma suerte. Porque es aleatorio el haber nacido en unas coordenadas geográficas y no en otras.
Y lo que damos por supuesto puede que sea extraordinario en otro lugar del mundo.
Y lo que tenemos aquí puede que esté todavía por construir allí.
Todos conocemos las historias de Ghandi, de M.Luther King, de Mandela y de otros tantos héroes que sacrificaron sus vidas por una causa. Y no por su causa, sino por la causa de millones de hombres y mujeres del mundo. Pero una vez más no hemos vivido ni sentido nada de ello.
Personalmente he seguido de cerca dos casos que me han impactado de una manera u otra.
Una es la del artista y activista chino Ai WeiWei, quien no duda en utilizar su arte para denunciar las injusticias de su país. El 3 de abril del 2011 fue detenido y encarcelado en Beijing sin que aún se conozca el motivo. Liberado 81 días después, vive en la capital del gigante asiático vigilado las 24 horas sin poder abandonar el país. Pero ello no le ha impedido seguir trabajando y exponiendo sus obras críticas por todo el mundo. Y no sólo denuncia su caso, sino que lleva décadas denunciando la falta de libertades y de leyes en un país muy diferente a lo que nos venden en el exterior. Simplemente se limita a narrar a través de su arte la realidad.

Otro caso que me ha dado mucho que pensar es el de la activista pakistaní de tan sólo 16 años, Malala. Esta joven ya sintió la necesidad de cambiar algo a la temprana edad de 13 años, cuando empezó a escribir un blog para la BBC bajo un pseudónimo narrando la privación de ciertos derechos fundamentales.
El régimen talibán presente en la región donde vivía Malala empezó a coartar los derechos de los ciudadanos, especialmente los de las mujeres. Prohibiciones como la de no poder escuchar música, hasta la de prohibir a las niñas acudir a las escuelas y el cierre de colegios privados. Malala y su padre, un profesor de inglés que siempre ha apoyado las reivindicaciones pacíficas de su hija, participaron en un documental que mostraba las dificultades de las mujeres para acceder a la educación en algunas áreas.

Como WeiWei en China, Malala fue como un grano en el trasero de algunos psicópatas ignorantes, así que fue víctima de tres disparos en la cabeza y cuello cuando viajaba en el autobús escolar. Fue en octubre del año 2012. Sobrevivió de milagro y está utilizando su notoriedad y su fuerza interior para seguir dando a conocer la falta de derechos civiles y concretamente los de las mujeres en su región. El sueño de Malala era ser médico para ayudar a los que sufren, a los heridos y enfermos. Pero después del atentado que casi acaba con su vida, Malala quiere ser presidente de Pakistán. ¿Por qué? Para que ya no haya más asesinatos ni atentados.
Quedará para siempre grabada a fuego en mi memoria su frase “they only can shoot a body, but they cannot shoot my dreams”.
Luchar por las libertades tiene un precio.
Pero la cuestión debería ser por qué aún luchamos por algo que nos pertenece. «La verdad es la que libera, no el esfuerzo por ser libre» (Jiddu Krishnamurti).
Y entristece observar cómo se extiende la miseria humana en pleno siglo XXI como si de una plaga se tratase. Y posiblemente cueste tanto erradicarla porque vivimos en la era de las nuevas tecnologías, de internet, de las redes sociales. Y ello no nos hace más libres, sino más vulnerables. Nos deja expuestos cada vez que hacemos pública una opinión, incluso los Estados pueden detener a alguien por algo que no les guste. Ya ha quedado demostrado que tienen acceso a toda nuestra información y que puede ser utilizada en nuestra contra.

Por supuesto todos hemos pensado alguna vez lo de “esto no va conmigo”. Pero cuidado cuando vives en un país que no es el tuyo y te sumerges en una cultura que no es la tuya y opinas libremente. Puedes provocar reacciones inesperadas.
Recientemente tuve un desliz que me puso en estado de alarma. Y aunque no hubo consecuencias, el tema me rondó por la cabeza durante días y fue tema de horas de conversación.
Entonces descubrí un sentimiento nuevo, muy desagradable.
Sentí la falta de libertad. Sentí que no podía expresar lo que pienso y siento libremente, por muchas razones.
Una anécdota menos dramática la viví al poco de llegar a mi nuevo hogar. Se celebraba un torneo de tenis en el que iba a participar mi héroe local, Rafa Nadal. En mi vida he llevado una bandera para animar a nadie, pero quizás el hecho de estar fuera de tu país haga que de repente surja una necesidad imperiosa de mostrar a todo el mundo de donde vienes. A falta de bandera, se nos ocurrió llevar una pancarta con una frase que probablemente sólo él y los aficionados mallorquines iban a entender. Tenía un tono totalmente jocoso, un guiño a un anuncio de televisión que había hecho hacía mucho tiempo de un champú anti caspa. Efectivamente nadie la entendió. A pesar de mis esfuerzos por explicarles a los periodistas que me preguntaron qué significaba, era imposible que pillaran la broma. Pero entonces, justo en el control de acceso, unos policías nos retuvieron preguntando qué habíamos escrito. Volví a explicar el significado de la frase, sacada de un anuncio, pero solicitaron un traductor. Se llevaron nuestra pancarta y esperamos a que no vieran en ella nada ofensivo. Y así fue.

Por entonces me hizo mucha gracia este suceso, pero en poco tiempo llegué a darme cuenta de lo peligroso que puede resultar actuar pensando que todos somos iguales. Es como el humor inglés, no todo el mundo lo pilla, y no a todo el mundo le hace gracia.
En mi lugar de origen crecí feliz sin temor a las represalias. Me educaron en la libertad de opinar desde el respeto. Me enseñaron a ser tolerante con los demás. Y lo viví como algo natural.
Y de pronto me sorprendo leyendo noticias que captan poderosamente mi atención cuando en otras circunstancias no hubieran sido más que simples anécdotas. Como que en Dinamarca, en el festival de Eurovisión, gana un personaje conocido como Conchita Wurst, una mujer barbuda con un apellido que significa salchicha en alemán. Toda una declaración de intenciones, símbolo de la tolerancia, de la aceptación del ser humano, de la libertad sexual. Y me pregunto por qué no damos valor a la libertad, al respeto y a la tolerancia cuando las tenemos en nuestras manos. Somos unos privilegiados porque podemos hacer uso de ellas a diario. Y eso no sucede en cualquier lugar.
Desgraciadamente, todo lo aprendido durante mi vida se desmonta como un castillo de naipes y de repente todo carece de sentido.

Como dice Ai WeiWei, pensar que puedas estar vigilado por lo que escribes y publicas puede llevarte a la locura. Pero más aún, cuando las personas tienen miedo y sienten que el gobierno tiene acceso a todo, se autocensuran y se abstienen de pensar con libertad.
Y eso es peligroso para el desarrollo humano.
Que Razon tienes Laura , no damos valor a lo que realmente hay que darlo que es poder expresarse libremente , a veces dudo de que eso sea posible en cualquier cultura, aqui es mas disimulado, vivimos en una democracia pero también tienen su manera de censurarnos, alli es mas latente, mas cruel, no se esconden ya que la mayoria del pueblo tampoco puede acceder a una educación, aun asi cuando estas en un pais tan represivo te das cuenta de que no es tan malo lo que tienes aqui aunque en tu consciencia veas que lu a justicia no existe y los que nos gobiernan estan corrompidos autoindultandose, un beso
Pitjor encara Antònia, ni les millors universitats del món canvien les coses en alguns països… Però sí que és cert allò de que valores tot més quan ho perds. Sembla una frase feta, però collons, qui la va inventar tenia raó!!!
«La llibertat és saber on són els límits»
Petons.
Completamente cierto, entiendo y apoyo cada frase: en casa teniamos libertad, en nuestro nuevo hogar tienes que morderte la lengua!! Aun corriendo el riesgo de envenarte con ella… Si nos dejaran hablar…
Si es que valemos más por lo que callamos que por lo que decimos…
Gracias Celeste 😉