
Lo confieso, soy una romántica, o quizás nostálgica, probablemente ambas. Estoy enganchada a las ondas, a las voces radiofónicas que me permiten soñar sin dejar que me atrapen la cantidad ingente de imágenes que bombardean mi día a día desde el amanecer. Prefiero dejarme seducir por palabras que significan algo, con estructura gramatical, palabras sonoras, algunas incluso poéticas. El lenguaje radiofónico utiliza sus limitadas estrategias comerciales para atraer al público, pero nada comparable con las estrategias de los medios audiovisuales o de la cartelería que inundan nuestro entorno.
Es cierto que el lenguaje tiene sus limitaciones, y puede que en la era de las nuevas tecnologías nada pueda competir con el poder de las fotografías o de los iconos gráficos. En la mayoría de los casos, una única imagen es reconocida universalmente en cualquier lugar del mundo, al contrario que las palabras. Basta ver los mejores eslóganes o imágenes de marca que triunfan en Occidente y qué ocurre cuando deben ser traducidos al chino. No es suficiente con hacer traducciones literales, hay que adaptar el mensaje al contexto económico, político y social y dotar a las palabras del significado que realmente quieren dar.

Pero precisamente porque vivimos en un mundo cada vez más globalizado, porque las imágenes son perfectamente reconocibles hasta en los países más remotos de la tierra, resurge esa necesidad por lo especial, por lo que nos hace diferentes, por lo que nos acerca a lo más cotidiano, a lo que remite a las particularidades. Las imágenes penetran más fácilmente y más rápidamente que el lenguaje, nos impactan más que las palabras, perduran más en nuestra mente y somos más vulnerables a ellas porque no nos hacen pensar. Los colores, las formas y la disposición de sus elementos ya nos cuentan el mensaje, ya nos predisponen a ponernos románticos, enérgicos o violentos. Por ello la mayoría de las imágenes publicitarias o de las imágenes televisivas, por poner algunos ejemplos, no están hechas para pensar porque están teledirigidas al público de masas fácilmente manipulables.
En cambio, cuando escucho mi emisora de radio favorita, no hay elementos que me distraigan. Evidentemente no siempre puedo escuchar mis programas favoritos en directo, así que enciendo la radio en mi app móvil, porque la tecnología tiene este tipo de cosas maravillosas, y selecciono los programas y/o secciones de los mismos a través de los podcasts.
Mi pasión por las ondas no sé de dónde me viene, pero en cierta manera me hace sentir mayor. Será porque el primer recuerdo que tengo de tomar conciencia de estar escuchando la radio es hace muchísimos años, cuando mi edad sólo contaba con un dígito. Rememoro perfectamente una mañana que estaba en casa de mi tía Fina. Por qué estaba en su casa, lo desconozco, mi memoria me cuenta que estábamos solas una mañana, sin rastro de mis cinco primos ni de mis cinco hermanos. Ella cocinando y la radio de fondo. Como si fuera ayer, recuerdo perfectamente que se trataba de una tertulia en la que participaban los oyentes con sus dudas que, a su vez, alguien del programa debía responder. La única cuestión que recuerdo es la de una señora que preguntaba por qué en verano el agua del grifo salía caliente y en invierno salía fría. Mi reacción no se hizo esperar, una pregunta aparentemente tan banal llamó la atención de una niña de ¿5, 6 años?
Por supuesto hay muchos más recuerdos radiofónicos, especialmente los de mi padre con la emisora futbolística todas las tardes de domingo en el coche de regreso a casa, o su propia imagen con una radio pegada al oído porque era medio sordo.
La cuestión es que, siendo honesta, siempre relacioné la radio con cosas de viejos. Y he aquí una servidora que no se separa de la radio ni para ir a comprar el pan. Hay gente que se compra un perro para que le haga compañía, pero yo siempre he sido de carácter práctico, y la radio me hace la misma función con mucho menos esfuerzo.
Pero por qué, por qué me gusta tanto escuchar la radio. Podría resumirlo en una sola frase: activa mi imaginación. Las imágenes distraen y desvían la atención de lo que se está diciendo o escuchando. Quizás por esto jamás me ganaría la vida trabajando en una campaña de marketing. La radio y su lenguaje me parecen más realistas en su esencia que cualquier programa de televisión. Hasta un partido de fútbol bien retransmitido por la radio me engancha más que la pantalla de plasma. O las noticias del día se me antojan más reales, más objetivas y más prestigiosas que el telediario de toda la vida, o mejor dicho, de la época en la que el partido político del gobierno no metía mano. Es un arte, sin duda.
El lenguaje radiofónico me permite pasar de una realidad relativamente objetiva y sin aditivos, a mi mundo surrealista donde doy rienda suelta a mi imaginación sin que nadie me diga cómo tienen que ser las cosas. De hecho, las limitaciones del lenguaje sin apoyo gráfico me obliga como oyente activa a esforzarme en generar mis propias imágenes mentales, a hacer un esfuerzo mental creativo. Lógicamente estas imágenes van a asociadas a mis experiencias previas y a mi propia información lingüística, es decir, asociamos imágenes según nuestra percepción particular de la realidad que nos rodea, aunque ésta esté manipulada. Es igual que seguir el hilo de una conversación telefónica, la escucha radiofónica exige comprensión conceptual y reflexión.

Habituados como estamos a vivir en un mundo que nos acelera en todos los ámbitos de nuestra vida, a menudo dejamos de escuchar. Lo observo incluso en el entorno que me rodea. La mayoría de la gente habla sólo para ser escuchada, no para dialogar. En otras ocasiones habla pensando en lo que el otro quiere oír, pero han perdido la práctica de escuchar, sólo oyen. Y te das cuenta cada vez que no recibes respuestas, es la conversación rutinaria del «y yo más». Me da la sensación que se ha perdido el hábito de conversar tal y como hacían los griegos clásicos cuando acudían a las ágoras. Igual que los pacientes acuden a la consulta de sus médicos sin que les duela nada en concreto pero donde se agarran a la silla porque es el único lugar en el que pueden ahogar sus penas y ser escuchados, los ciudadanos del siglo XXI dicen lo que hay que decir, como si se hubieran aprendido la tabla de multiplicar. La cuestión es hablar para no estar callado, pero la mayoría de las veces no se dice nada.
Justo cuando estoy escribiendo este post me llega un mensaje que dice lo siguiente: «En unos días voy a cerrar mi cuenta de Facebook, no es por nada en particular pero considero que le dedico mucho tiempo, así que he pensado que para ponernos al corriente, lo mejor es quedar y tomar algo y contarnos las cosas cara a cara». O como el chiste que se ha puesto de moda en algunos bares: «No tenemos wifi, hablen entre ustedes». Genial, aplaudo ambas propuestas. De qué sirve tener 482 amigos en las redes sociales si ya se te ha olvidado la técnica de escuchar.
Quizás el motivo de nuestra pérdida de diálogo es que hemos perdido dominio del lenguaje, la capacidad de estar concentrados durante más de veinte segundos o que le dedicamos el tiempo a cosas que consideramos más importantes. Contar una historia sólo a través de la palabra oral requiere un dominio exquisito del lenguaje para poder captar nuestra escasa atención. Tiene que tener la habilidad de plantear adecuadamente las cuestiones que trate, desarrollar las ideas con lógica y originalidad, tiene que seducirnos no sólo con su voz, sino con su contenido.
Confieso que hace años que ya no veo la televisión, y últimamente he dejado de leer la prensa. Me horrorizo todos los días con las faltas de ortografía en los titulares de los periódicos de más tirada a nivel nacional, me fastidian las fotografías que buscan el impacto emocional y me hacen sentir culpable por estar tomando un café mientras me enseñan la última matanza sin sentido en cualquier lugar del planeta.
Gracias a la radio y a algunos de sus grandes profesionales, me pongo al día con menos impacto emocional, de los sucesos, escucho atentamente los análisis del nuevo mapa político tras las elecciones, me engancho a los micro-relatos que narran hechos históricos fascinantes, hasta me he aficionado a escuchar programas que versan sobre economía para llegar a entender algún día la maldita factura de la luz.
Tengo la sensación de estar aprendiendo algo, especialmente a desarrollar mi déficit de atención de los últimos años, a conversar conmigo misma cuando voy sola en el coche y algo me ha llamado la atención, a activar mi imaginación para contextualizar cualquier tema expuesto. Y por si fuera poco, es de las pocas cosas que no piden nada a cambio, y es gratis.
Tienes toda la razón, y muchas veces se echa de menos eso que hacia de jovencita de irme a dormir escuchando hablar por hablar, historias rocambolescas de gente de todo tipo que me hacían imaginarme esas historias y me enganchaban en noches de desvelo, ahora lo que tenemos dormida es la imaginación …deberíamos hacer volar mas nuestra imaginación.
Antònia, lo que más pena me da es ver cómo la televisión, y más concretamente la tele-basura, ha entrado en las vidas de la sociedad que ha asumido como razonable la realidad impuesta. Por eso hace años que ya no tengo tv. Prefiero las historias de la radio, al menos como bien dices, me invento mi propia realidad, cada día una nueva 😉
Una abraçada guapa!
Laura.