
Una vez más, todo es una cuestión de expectativas. Cuando llevas diez días de viaje por la región de Québec y todo el mundo te dice que lo mejor está por llegar, las posibilidades de sentirse defraudado aumentan exponencialmente. Y así fue. La ciudad de Québec es bonita, muy bonita, pero sufre la gentrificación (o pérdida de personalidad) debido al turismo de masas convirtiendo las murallas francesas del siglo XVIII en un decorado perfecto para la colonización de exploradores asiáticos. Y lo mejor, sin lugar a dudas, se encuentra en el exterior.
Patrimonio de la Humanidad por la Unesco, esta ciudad se alza en lo alto de una colina coronada por el famoso Château Frontenac. Goza de maravillosas vistas sobre el río Saint Laurent, por ello el castillo se ha reconvertido en un hotel de lujo que aloja una sucursal Starbucks en la planta baja ¿soy yo o de repente todo el encanto desaparece?

Por supuesto, nada desmerece a una de las ciudades más antiguas de Canadá. Hace casi 500 años llegaron los franceses a “Kanata”, que en lengua aborigen iroquesa significa “pueblo”. Y como suele suceder, llegaron los ingleses (1759) y la liaron parda. Tomaron la Ville de Québec después de una batalla sangrienta que duró treinta minutos en las llanuras de lo que hoy se conoce como Plains d’Abraham.
Y hacia Plains d’Abraham nos dirigimos para disfrutar del concierto de clausura del 50 Festival d’Été de Québec. De hecho, el motivo de este viaje es la actuación de nuestro grupo favorito, una banda de rock muy British: Muse.

La que fuera la llanura de una auténtica batalla campal, ahora es un hervidero de gente con mesas de pícnic, puestos de comida y cerveza, juegos, amigos disfrazados de festivaleros y familias que encuentran carriles rápidos para entrar en los mejores escenarios con sus más pequeños retoños.

Sin duda, un espectáculo muy diferente al que me pensaba encontrar cuando me hablaban de la ciudad “más europea” de todo el continente norteamericano.
Así que ante el agobio de las aglomeraciones en pleno mes de julio en la Vieux-Quebec redirigimos la etapa final del viaje.
Día 1
Para empezar el día nada mejor que saltarse los cafés abarrotados de turistas y desayunar en Marché du Vieux-Port de Québec. Una suerte haber topado con este mercado local donde compramos unas fresas (el cultivo de fresas en la región es apabullante y saben a fresas de verdad) por un precio irrisorio. Pararse en la panadería del mercado y encargar dos cafés con leche y dos croissants recién hechos, como no podía ser de otra manera. Y, aunque sea sólo por la morriña, probar los churros peruanos que nada tienen que envidar a los madrileños. Así pues, nos acomodamos en una de las mesas de picnic exteriores con vistas al puerto y nos disponemos a disfrutar de un desayuno francés, no sé si del todo saludable. Hay momentos que no tienen precio.

Para bajar el desayuno, seguimos la ruta hacia el pequeño museo naval, interesante para quien le guste rememorar a los héroes de la Primera y Segunda Guerra Mundial. Pasear por la zona hasta el Musée de la Civilisation, absolutamente recomendable por la variedad y calidad de sus exposiciones, como la que explica la historia de la ciudad de Québec, la de los abrorígenes de “Kanata” o la exposición sobre Hergé, el padre de Tin-Tin.

Para el almuerzo nos arriesgamos a entrar en la zona amurallada y llegamos hasta la Place Royale, la zona más tranquila dentro de la marabunta de la ciudad vieja. Comemos estupendamente en La Pizz Saint-Pierre y aprovechamos para descansar después de tanto empacho cultural. El barrio es realmente bucólico, pero todos los edificios se han reconvertido en restaurantes y tiendas para el deleite de compradores compulsivos.

Así que decidimos, otra vez, salir del recinto amurallado y perdernos por el barrio Cité-Limoilou, donde encontramos otro ambiente sin rastro de turistas. Al contrario, charlamos con los vecinos que están sentados en sus balcones tomando el aire una tarde de verano mientras pedimos permiso para fotografiar sus casas con espectaculares escaleras exteriores en forma de espiral. Dicen que es para aprovechar el espacio interior. Aunque quizás los más sorprendidos son los propios vecinos, poco acostumbrados a ver una pareja de mallorquines alucinando con sus casas.

Este barrio, inspirado en las calles de Nueva York, merece la pena también por los helados de Maître Glacier, cuya dueña (hablando un perfecto español) nos explica que hacen más de 40 variedades, incluido el helado de sangría y de piña colada. Recomiendo un paseo por la 3ª Avenida llena de bares, restaurantes y tiendas alternativas, así como la 2ª Avenida para admirar no sólo las casas sino hasta una iglesia reconvertida en un espacio circense. Salir por la 1ª Avenida donde se encuentra la carretera original de 1665 y recorrer la orilla de Rivière Saint-Charles a pie o en bicicleta.

Tras una larga caminata por la ciudad des del barrio Limoilou, una buena opción es pegarse una ducha y cenar cerca de nuestro alojamiento en la Rue Saint Jean, llena de bares y restaurantes. Una vez más acertamos con la elección: Hobbit Bistro, un restaurante francés de cocina de mercado con una carta de vinos tan interesante que hasta incluye un vino canario. La típica sopa de cebolla espectacular, así como los platos principales y el postre. Lo mejor, sentarse en la estrecha terraza sobre el suelo de madera en la calle, algo que he visto en las películas y siempre me ha fascinado, viendo la gente pasar mientras compartes y degustas una cena con tu pareja.

Para terminar la noche, Grande Allée en estas fechas está cerrada al tráfico, así que se convierte en una perfecta zona para tomarse una copa, aunque esté a todas horas atiborrada de sedientos festivaleros.
Día 2
Ballenas ¿alguien tiene un plan mejor? Tres horas de camino desde la ciudad para llegar hasta la Baie Sainte Catherine, desde donde salen las barcas para el avistamiento de ballenas y belugas. No sólo las vemos, sino que el paisaje es de infarto. Además, el camino hasta la bahía es grandioso, dramático. Y no sólo el paisaje y disfrutar del espectáculo de las ballenas, sino el placer de recorrer los numerosos pueblos a lo largo del río Saint Laurent, como La Malbaie, donde nos paramos para cenar antes de regresar a la ciudad. Las calles están repletas de turistas locales llenando las terrazas, incluso la plaza de la iglesia donde, para variar, suena música en directo. Me parece estar viviendo un bonito sueño de noche de verano.

Día 3
Si por un momento pensé que no podía terminar mejor este gran viaje en mi primera visita a Canadá, estaba del todo equivocada. Antes de regresar al aeropuerto de Montreal que nos habrá de llevar de regreso a casa, decidimos pasar el día en la Île d’Órleans, una acertada recomendación de Micheline, una amable y simpática mujer que conocimos durante un espectáculo callejero cuyo actor principal fue mi marido pero de lo cual me ha prohibido terminantemente hablar.

Si alguien quiere imaginarse cómo era Québec en el siglo XIX que se acerque a esta isla y le de una vuelta. Apenas se necesita una hora para recorrerla, pero puede tardarse un día entero porque es inevitable pararse en los viñedos, en las tiendas de chocolate, en los cementerios con vistas al mar, en los puertos locales, en sus pequeños museos que te cuentan la vida de quienes han vivido ahí, en los cafés y boulangeries, en las microbrasseries… me pregunto cómo una isla tan pequeña puede albergar tanta belleza y tanta variedad gastronómica. Y para rematar, una original parada en Cassi Monna & Filles, donde aparte del afamado y premiado licor de cassis, puedes comer cualquier plato acompañado de fruta en una sorprendente mezcla de sabores con unas no menos impresionantes vistas.

72 horas en Québec, incluido avistamiento de ballenas y concierto de MUSE, no pueden dejarme mejor sabor de boca. Aunque lo del encanto de “la ciudad más bonita de Canadá” lo dejo para las viejas glorias que siguen a pie juntillas guías turísticas tipo Lonely Planet.
Existe otro tipo de turismo y, sin duda, otra manera de viajar que es abriendo mucho los cinco sentidos.
Eyyyy, un vino de mi tierra! Jajaja. Cómo me gusta leerte y todo lo que nos muestras. Muchos besitos desde NZ!
Siiiii, vino canario en la carta del restaurante Hobbit en Québec ¿te lo puedes creer??? Y los que están que se salen en Canadá son los vinos neozelandeses. Me hace una ilusión tremenda cuando los veo en la carta, jajajajaja!!!!
Por cierto, tenemos que ponernos al día, me alegra leerte.
Besos desde el pasado para el futuro, aquí en el Caribe aún es jueves (y aún estamos en agosto) 😀
Jajaja, y encima el restaurante de nombre Hobbit? Todo relacionadooo. Sí que están buenos los vinitos de aquí, yo ya he vuelto a beber hace unos meses, jajaja.Y aquí ya es primavera! Tenemos un familiar que vive en USA y las felicitaciones de cumple se eternizan!
Buenos días Venus, ¡por fin es viernes y ya entramos en septiembre, jajajajajajajaja!!!! Casi 24 horas de diferencia, sí que es una locura. Nosotros hemos pasado de vivir en el futuro a vivir en el pasado, y la verdad es que amanecer antes que nadie era mucho más divertido. Aquí tienes la sensación de llegar tarde a todos lados, pero va mucho con la idiosincrasia del Caribe, es un tema de adaptación al terreno 😀
Tantas casualidades, Venus ¡tiene que ser una señal!!!!!
Recuerdo los vinos de Marlborough ¡qué ricos!!! disfrútalos ahora que puedes, y ves entrenando para venir a verme y tomarte unos ronsitos y piñas coladas 😉
Besossssssss